Lourdes. Ese lugar del que siempre había oído hablar pero del que apenas tenía más conocimiento que los cuatro tópicos que lo rodean. Ahora, la directora austriaca Jessica Hausner nos ofrece la oportunidad de vivir casi en primera persona el peregrinaje de un grupo de personas en busca de un milagro. Desde un punto de vista casi documental y con un tono más bien aséptico, nos sitúa ante el objetivo a una joven cuya esclerosis múltiple la mantiene paralizada de cuello para abajo. Su rostro, como la mirada de la directora, es neutro. Ni transmite esperanza ni escepticismo.
La cinta nos adentra de lleno en los entresijos del santuario de Lourdes. Más que un lugar de peregrinaje religioso, el insólito rincón de los pirineos franceses se nos aparece más bien como un complejo turístico, perfectamente organizado, que gira en torno a las desgracias ajenas. Dicen que la fe mueve montañas pero en esta en particular ocurre justo lo contrario, se consigue remover la fe de los más desesperados. Aquellos que sólo pueden recurrir a los milagros como última esperanza.
Desde el primer momento, la película nos sumerge detenidamente, a ritmo ralentizado, en el programa turístico ideado para enfermos como Christine. Desde las largas e interminables colas para penetrar en la gruta de la virgen hasta las multitudinarias misas en las que unos pocos elegidos reciben la bendición especial de los sacerdotes, pasando por unas piscinas de agua bendita donde, corre la leyenda, en alguna ocasión se produjo el milagro. En la sordidez de las instalaciones de Lourdes, que recuerdan más bien a un tanatorio, esperan los protagonistas del filme a que se produzca el prodigio.
Y mientras ellos aguardan la llamada del señor, el espectador espera paciente a que se produzca otro milagro, que la cinta consiga alzar el vuelo en algún momento. El ritmo apesadumbrado del principio parece el preludio de algo que finalmente no termina de llegar. Aunque Hausner consigue sorprendernos en alguna ocasión, como por ejemplo con la realidad de una de las voluntarias de la Orden de Malta o con la inesperada recuperación de la protagonista, ni siquiera esos momentos logran resaltar lo suficiente entre tanta secuencia adormecedora.
Uno no deja de pensar qué haría Javier Fesser con semejante material. No hay por qué esperar un claro posicionamiento del director ante una práctica religiosa o grandes momentos dramáticos que consigan trastocar al espectador, tal como hiciera de forma sublime Fesser en Camino. Pero sí hubiera sido deseable un tratamiento menos frío y desapasionado para un tema con tantos matices como los que plantea un lugar como Lourdes.
Es cierto que a la película no le hace falta ningún recurso más para hacer reflexionar al espectador. Las conversaciones entre los peregrinos escépticos, los ojos de Christine, incluso el chiste malvado en boca de un cura, son suficientes para cuestionar la explotación de la fe que practica la iglesia católica en Lourdes. Las imágenes ya desprenden por sí solas un cierto regusto a patetismo y humillación. Al espectador le queda la sensación de haber asistido a una ceremonia de crueldad en la que se ponen en juego las esperanzas de los moribundos. Nada muy diferente de lo que cualquier no creyente extraería de una visita personal al santuario. Falta, por tanto, una mayor implicación de la realizadora para resaltar el mensaje global, el de que finalmente nadie cree en los milagros.
La cinta nos adentra de lleno en los entresijos del santuario de Lourdes. Más que un lugar de peregrinaje religioso, el insólito rincón de los pirineos franceses se nos aparece más bien como un complejo turístico, perfectamente organizado, que gira en torno a las desgracias ajenas. Dicen que la fe mueve montañas pero en esta en particular ocurre justo lo contrario, se consigue remover la fe de los más desesperados. Aquellos que sólo pueden recurrir a los milagros como última esperanza.
Desde el primer momento, la película nos sumerge detenidamente, a ritmo ralentizado, en el programa turístico ideado para enfermos como Christine. Desde las largas e interminables colas para penetrar en la gruta de la virgen hasta las multitudinarias misas en las que unos pocos elegidos reciben la bendición especial de los sacerdotes, pasando por unas piscinas de agua bendita donde, corre la leyenda, en alguna ocasión se produjo el milagro. En la sordidez de las instalaciones de Lourdes, que recuerdan más bien a un tanatorio, esperan los protagonistas del filme a que se produzca el prodigio.
Y mientras ellos aguardan la llamada del señor, el espectador espera paciente a que se produzca otro milagro, que la cinta consiga alzar el vuelo en algún momento. El ritmo apesadumbrado del principio parece el preludio de algo que finalmente no termina de llegar. Aunque Hausner consigue sorprendernos en alguna ocasión, como por ejemplo con la realidad de una de las voluntarias de la Orden de Malta o con la inesperada recuperación de la protagonista, ni siquiera esos momentos logran resaltar lo suficiente entre tanta secuencia adormecedora.
Uno no deja de pensar qué haría Javier Fesser con semejante material. No hay por qué esperar un claro posicionamiento del director ante una práctica religiosa o grandes momentos dramáticos que consigan trastocar al espectador, tal como hiciera de forma sublime Fesser en Camino. Pero sí hubiera sido deseable un tratamiento menos frío y desapasionado para un tema con tantos matices como los que plantea un lugar como Lourdes.
Es cierto que a la película no le hace falta ningún recurso más para hacer reflexionar al espectador. Las conversaciones entre los peregrinos escépticos, los ojos de Christine, incluso el chiste malvado en boca de un cura, son suficientes para cuestionar la explotación de la fe que practica la iglesia católica en Lourdes. Las imágenes ya desprenden por sí solas un cierto regusto a patetismo y humillación. Al espectador le queda la sensación de haber asistido a una ceremonia de crueldad en la que se ponen en juego las esperanzas de los moribundos. Nada muy diferente de lo que cualquier no creyente extraería de una visita personal al santuario. Falta, por tanto, una mayor implicación de la realizadora para resaltar el mensaje global, el de que finalmente nadie cree en los milagros.
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