
La cinta nos adentra de lleno en los entresijos del santuario de Lourdes. Más que un lugar de peregrinaje religioso, el insólito rincón de los pirineos franceses se nos aparece más bien como un complejo turístico, perfectamente organizado, que gira en torno a las desgracias ajenas. Dicen que la fe mueve montañas pero en esta en particular ocurre justo lo contrario, se consigue remover la fe de los más desesperados. Aquellos que sólo pueden recurrir a los milagros como última esperanza.

Y mientras ellos aguardan la llamada del señor, el espectador espera paciente a que se produzca otro milagro, que la cinta consiga alzar el vuelo en algún momento. El ritmo apesadumbrado del principio parece el preludio de algo que finalmente no termina de llegar. Aunque Hausner consigue sorprendernos en alguna ocasión, como por ejemplo con la realidad de una de las voluntarias de la Orden de Malta o con la inesperada recuperación de la protagonista, ni siquiera esos momentos logran resaltar lo suficiente entre tanta secuencia adormecedora.

Es cierto que a la película no le hace falta ningún recurso más para hacer reflexionar al espectador. Las conversaciones entre los peregrinos escépticos, los ojos de Christine, incluso el chiste malvado en boca de un cura, son suficientes para cuestionar la explotación de la fe que practica la iglesia católica en Lourdes. Las imágenes ya desprenden por sí solas un cierto regusto a patetismo y humillación. Al espectador le queda la sensación de haber asistido a una ceremonia de crueldad en la que se ponen en juego las esperanzas de los moribundos. Nada muy diferente de lo que cualquier no creyente extraería de una visita personal al santuario. Falta, por tanto, una mayor implicación de la realizadora para resaltar el mensaje global, el de que finalmente nadie cree en los milagros.
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