Hay muchos errores que pueden achacársele a Ben Affleck. Su fallido
olfato a la hora de elegir posibles taquillazos (ahí están Las fuerzas de la
naturaleza y Pearl Harbor para demostrarlo), la desacertada búsqueda de su
media naranja cinematográfica (Sandra Bullock, Jennifer López…), incluso la cuestionable
decisión de abandonar sus estudios de Oriente Medio para dedicarse a la
interpretación. Pero lo que nadie podrá discutirle al actor es algo de los que
pocos en su gremio pueden alardear, su impecable labor tras las cámaras.
El debut con su hermano como protagonista ya fue para
quitarse el sombrero. Consiguió con Adiós, pequeña, adiós una adaptación de
Dennis Lehane casi a la altura de los maestros Eastwood y Scorsese, firmantes
de Mystic river y Shutter island. Le siguió The town, una correcta aunque
un tanto sobrevalorada cinta de acción que buscaba recuperar el subgénero de
los ladrones de bancos. Pero ha sido con Argo, su tercera cinta como
director, que Ben Affleck ha logrado consagrarse finalmente como uno de los
maestros del thriller.
Ya el prólogo de la película es toda una lección de
divulgación histórica, sobre todo para los que nacimos en los años 80 y
desconocíamos casi por completo el secuestro durante 444 días de más de 60
funcionarios en la embajada estadounidense de Teherán. La voz en off de una niña nos narra con una mezcla de
dibujos e imágenes reales el contexto que dio lugar a la crisis diplomática,
desde los tiempos del imperio persa hasta las maniobras de Estados Unidos y
Gran Bretaña para orquestar un golpe de estado en Irán que colocara en el poder
a un gobernante favorable a sus intereses económicos. Un ejercicio de resumen
excelente con cotas de objetividad inusuales en Hollywood.
La autocrítica, sin embargo, termina con esta breve
introducción. El argumento se centra en la operación de la CIA que logró sacar
a seis americanos escondidos en la embajada de Canadá utilizando como tapadera
el rodaje de una cinta de ciencia ficción llamada Argo. Entre la imagen asalvajada
de los manifestantes y la puesta en ridículo de sus líderes por parte de una
agencia de inteligencia que les propinó todo un corte de mangas, la imagen que
proyecta la película de Irán, desde luego, gustará más a Barack Obama que a Mahmud
Ahmadineyad.
Pero además de recrear una operación que hasta hace unos años permanecía clasificada, Argo no desaprovecha las oportunidades de metaficción que le brinda la trama. En el proceso de construcción de la tapadera, con los estudios de Burbank y John Goodman y Alan Arkin como protagonistas, se producen los diálogos más mordaces sobre la industria de Hollywood, entre los cuales destaca uno en concreto. “Hasta un mono sabría dirigir una película”, suelta Arkin en su faceta de productor. El guiño parece más bien un signo de falsa modestia. Cintas como Argo y carreras como las de Affleck no están al alcance de todos los simios. Evolucionados o no.
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