Algo de electrizante tiene El lago de los cisnes. Logró convertir el final de Billy Elliot en uno de los más conmovedores del cine y vuelve a conseguirlo ahora con una cinta que transforma la partitura de Tchaikovsky en toda una metáfora sobre la lucha interior. El constante debate interno entre la bondad y la maldad, entre la cordura y la locura. Aronofsky utiliza una pieza clave de la música clásica para elaborar otro clásico de la historia cinematográfica, un Cisne negro que irrumpe en nuestra mente con la misma intensidad que la melodía del compositor ruso.
El director neoyorquino sigue empeñado en plasmar los efectos secundarios de perseguir un sueño. Eso que está tan de moda, que contribuye a la realización personal, pero que puede llevar justo a la meta contraria, la autodestrucción. En Réquiem por un sueño lo mostró en su máxima crudeza, dejando al espectador con un mal cuerpo que pocas producciones han logrado originar. Cisne negro aborda el mismo proceso pero convirtiendo la debacle en uno de los ejercicios visuales más hermosos de los últimos años.
Arranca la película con una bellísima escena que evoca el gran sueño de Nina, convertirse en primera bailarina de El lago de los cisnes. Los movimientos de cámara, rodeando la coreografía desde el rostro hasta los pies, nos permiten valsar en el escenario junto a la protagonista. A partir de ese instante, la cinta nos adentra en una espiral de locura, la principal secuela de convertir nuestros deseos en obsesiones. Y es que el sueño de Nina termina por convertirse en su peor pesadilla.
El clima asfixiante en el que nos sumerge Cisne negro encuentra su mejor hábitat en el competitivo mundo de la danza. Entre bastidores y bambalinas se desarrolla el juego de murmullos, envidias, celos y amenazas con el que da comienzo el descenso a los infiernos de Nina. Pero para conseguir el papel de su vida, no sólo deberá competir con sus compañeras, sino sobre todo consigo misma. Su perfeccionismo casi enfermizo, que resulta idóneo para interpretar al cisne blanco, es a la vez un lastre para encarnar al cisne negro.
Natalie Portman supone el gran acierto de casting de los últimos años. Acostumbrados a su aspecto frágil y angelical, los espectadores asistimos a una doble transformación de lo más aterradora, la de actriz y personaje explorando su lado más oscuro. Si Aronofsky ha sido el encargado de extraer el talento más desconocido de Portman, la madre y el tutor de Nina son los causantes de la oscura eclosión de la protagonista. Ella sobreprotegiendo y proyectando sus frustraciones en la hija; él despertando su instinto sexual.
En Cisne negro el terror no lo producen los sobresaltos o las puñaladas. Basta con el crujido de los huesos o el sonido de un cortaúñas para aumentarnos la tensión. Al miedo psicológico de las alucinaciones de Nina se le añade el dolor físico de sus automutilaciones. Sin duda, el trabajo de Barbara Hershey y de Vincent Cassel contribuye también a aumentar el nivel de angustia de un filme in crescendo que desemboca en un final apoteósico.
Porque mención aparte merece el desenlace de Cisne negro. Si hasta el momento habíamos asistido a un ejercicio cinematográfico perfecto en todos sus aspectos, los minutos finales nos arrojan al delirio sin ningún miramiento. El poder de El lago de los cisnes adquiere toda su forma con una escena majestuosa en el Lincoln Center de Nueva York por la que Portman, espeluznante, merece todos los premios recibidos. Desde luego, el que logre desprenderse de las imágenes y de la melodía de Tchaikovsky tras los títulos de crédito puede sentirse afortunado. Seis días más tarde, yo sigo con ellas en la cabeza.
El director neoyorquino sigue empeñado en plasmar los efectos secundarios de perseguir un sueño. Eso que está tan de moda, que contribuye a la realización personal, pero que puede llevar justo a la meta contraria, la autodestrucción. En Réquiem por un sueño lo mostró en su máxima crudeza, dejando al espectador con un mal cuerpo que pocas producciones han logrado originar. Cisne negro aborda el mismo proceso pero convirtiendo la debacle en uno de los ejercicios visuales más hermosos de los últimos años.
Arranca la película con una bellísima escena que evoca el gran sueño de Nina, convertirse en primera bailarina de El lago de los cisnes. Los movimientos de cámara, rodeando la coreografía desde el rostro hasta los pies, nos permiten valsar en el escenario junto a la protagonista. A partir de ese instante, la cinta nos adentra en una espiral de locura, la principal secuela de convertir nuestros deseos en obsesiones. Y es que el sueño de Nina termina por convertirse en su peor pesadilla.
El clima asfixiante en el que nos sumerge Cisne negro encuentra su mejor hábitat en el competitivo mundo de la danza. Entre bastidores y bambalinas se desarrolla el juego de murmullos, envidias, celos y amenazas con el que da comienzo el descenso a los infiernos de Nina. Pero para conseguir el papel de su vida, no sólo deberá competir con sus compañeras, sino sobre todo consigo misma. Su perfeccionismo casi enfermizo, que resulta idóneo para interpretar al cisne blanco, es a la vez un lastre para encarnar al cisne negro.
Natalie Portman supone el gran acierto de casting de los últimos años. Acostumbrados a su aspecto frágil y angelical, los espectadores asistimos a una doble transformación de lo más aterradora, la de actriz y personaje explorando su lado más oscuro. Si Aronofsky ha sido el encargado de extraer el talento más desconocido de Portman, la madre y el tutor de Nina son los causantes de la oscura eclosión de la protagonista. Ella sobreprotegiendo y proyectando sus frustraciones en la hija; él despertando su instinto sexual.
En Cisne negro el terror no lo producen los sobresaltos o las puñaladas. Basta con el crujido de los huesos o el sonido de un cortaúñas para aumentarnos la tensión. Al miedo psicológico de las alucinaciones de Nina se le añade el dolor físico de sus automutilaciones. Sin duda, el trabajo de Barbara Hershey y de Vincent Cassel contribuye también a aumentar el nivel de angustia de un filme in crescendo que desemboca en un final apoteósico.
Porque mención aparte merece el desenlace de Cisne negro. Si hasta el momento habíamos asistido a un ejercicio cinematográfico perfecto en todos sus aspectos, los minutos finales nos arrojan al delirio sin ningún miramiento. El poder de El lago de los cisnes adquiere toda su forma con una escena majestuosa en el Lincoln Center de Nueva York por la que Portman, espeluznante, merece todos los premios recibidos. Desde luego, el que logre desprenderse de las imágenes y de la melodía de Tchaikovsky tras los títulos de crédito puede sentirse afortunado. Seis días más tarde, yo sigo con ellas en la cabeza.
Comentarios
La Portman esta muy bien, puede que se lleve el Oscar, pero espero que no se lleve el Oscar a la mejor pelicula.
jesn
Supongo que algún día la veré, pero me da que será de esas pelis que tendré bajada y tardaré en ver, porque nunca veré el momento... buffff
La peli tambien muy buena, me gusto mucho
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