Ric O’Barry se hizo de oro con los delfines. El inesperado éxito de la serie de televisión Flipper, en la que un intrépido y gracioso delfín era el protagonista absoluto, convirtió a estos animales en un reclamo para atraer a las grandes masas. Su experiencia como entrenador de los seis cetáceos que dieron vida a Flipper en los años 60 dio paso a un alud de llamadas que solicitaban sus servicios en los nuevos acuarios nacidos a remolque de la serie. Hoy admite, con lágrimas en los ojos, que con cada Porsche que ganaba de joven podría haber salvado a decenas de delfines.
40 años más tarde, O’Barry sigue arrepentido. Se considera el causante de una explotación de animales que todavía perdura. Tras la famosa sonrisa del delfín, argumenta, se esconde una de las hipocresías más macabras de la naturaleza. En piscinas de cemento, los cetáceos viven deprimidos y estresados, hasta el punto que los entrenadores deben camuflarles entre la comida fármacos contra las úlceras de estómago. Su cambio de actitud hacia el activismo, sin ir más lejos, se debió al suicidio de un delfín hembra llamado Cathy. La descripción que hace de la muerte consciente del animal es uno de los momentos más sobrecogedores de un filme, The cove, que eleva el género documental a cotas de obra maestra.
Este es el punto de partida de la cinta, que pone en antecedentes al espectador sobre la vorágine en la que se ha convertido la captura de delfines para uso lúdico. Pero el objetivo e hilo conductor de The cove es denunciar la matanza encubierta de 23.000 cetáceos en una cala escondida de la localidad japonesa de Taiji. El delfín es el epicentro de este sórdido lugar, donde mientras se ofrece un espectáculo de acrobacias con estos animales en el museo de la ballena a la vez puede degustarse carne de cetáceo como si de un combo de palomitas se tratara.
La película se construye a partir de un misterio, el de si definitivamente el equipo del filme podrá registrar la matanza que Japón quiere ocultar. Ese valioso material es el final culminante de un camino en el que logramos descubrir todas las implicaciones que se esconden tras un acto tan atroz. El director del proyecto y fotógrafo de National Geographic, Louie Psihoyos, decide que tan importante como denunciar el trasfondo político de la cuestión es enseñar al espectador los entresijos de un documental tan complejo. De ahí su aparición en pantalla, mucho más discreta, eso sí, que la del cuestionado Michael Moore.
La preparación del reportaje, tal como bromea el propio Psihoyos, es bien propia del equipo de Ocean’s eleven. Para camuflar las cámaras de alta definición y esquivar a los pescadores japoneses, auténticos gángsters sicilianos, los productores de The cove recurren a un especialista de la Industrial Light & Magic, responsable de los efectos especiales de Star wars. Una vez escondidas las cámaras en rocas de cartón piedra, unos buzos profesionales serán los encargados de colocarlas en el lugar adecuado y en mitad de la noche, con sobresaltos y persecuciones incluidos.
Pero más allá de estas pequeñas dosis de espectacularidad, que mantienen el ritmo del metraje, The cove no esquiva el terreno pantanoso. Los tejemanejes de Japón en la Comisión Ballenera Internacional, con métodos como el soborno a países en desarrollo, la venta fraudulenta de carne de delfín como si fuera de ballena o las altas dosis de mercurio, hasta 20 veces superior a la cantidades permitidas, que conlleva su ingestión son algunos de los valientes alegatos de la película.
The cove consigue pues su objetivo de hacer pública una barbarie con implicaciones directas como el cese de varios responsables de pesca del gobierno japonés. Meta cumplida. Sin embargo, el potente altavoz que ha supuesto este filme, gracias sobre todo al oscar como mejor documental, se ha encontrado con una doble censura. La previsible de las autoridades japonesas, que ya han vetado su proyección, y otra un poco más inesperada. A la vez que Hollywood premiaba una cinta incómoda, que cuestiona entre otros aspectos la política del país nipón, la realización de la ceremonia de entrega de los oscars esquivó durante la emisión a O’Barry y su cartel en defensa de los delfines. Penosa contradicción.
40 años más tarde, O’Barry sigue arrepentido. Se considera el causante de una explotación de animales que todavía perdura. Tras la famosa sonrisa del delfín, argumenta, se esconde una de las hipocresías más macabras de la naturaleza. En piscinas de cemento, los cetáceos viven deprimidos y estresados, hasta el punto que los entrenadores deben camuflarles entre la comida fármacos contra las úlceras de estómago. Su cambio de actitud hacia el activismo, sin ir más lejos, se debió al suicidio de un delfín hembra llamado Cathy. La descripción que hace de la muerte consciente del animal es uno de los momentos más sobrecogedores de un filme, The cove, que eleva el género documental a cotas de obra maestra.
Este es el punto de partida de la cinta, que pone en antecedentes al espectador sobre la vorágine en la que se ha convertido la captura de delfines para uso lúdico. Pero el objetivo e hilo conductor de The cove es denunciar la matanza encubierta de 23.000 cetáceos en una cala escondida de la localidad japonesa de Taiji. El delfín es el epicentro de este sórdido lugar, donde mientras se ofrece un espectáculo de acrobacias con estos animales en el museo de la ballena a la vez puede degustarse carne de cetáceo como si de un combo de palomitas se tratara.
La película se construye a partir de un misterio, el de si definitivamente el equipo del filme podrá registrar la matanza que Japón quiere ocultar. Ese valioso material es el final culminante de un camino en el que logramos descubrir todas las implicaciones que se esconden tras un acto tan atroz. El director del proyecto y fotógrafo de National Geographic, Louie Psihoyos, decide que tan importante como denunciar el trasfondo político de la cuestión es enseñar al espectador los entresijos de un documental tan complejo. De ahí su aparición en pantalla, mucho más discreta, eso sí, que la del cuestionado Michael Moore.
La preparación del reportaje, tal como bromea el propio Psihoyos, es bien propia del equipo de Ocean’s eleven. Para camuflar las cámaras de alta definición y esquivar a los pescadores japoneses, auténticos gángsters sicilianos, los productores de The cove recurren a un especialista de la Industrial Light & Magic, responsable de los efectos especiales de Star wars. Una vez escondidas las cámaras en rocas de cartón piedra, unos buzos profesionales serán los encargados de colocarlas en el lugar adecuado y en mitad de la noche, con sobresaltos y persecuciones incluidos.
Pero más allá de estas pequeñas dosis de espectacularidad, que mantienen el ritmo del metraje, The cove no esquiva el terreno pantanoso. Los tejemanejes de Japón en la Comisión Ballenera Internacional, con métodos como el soborno a países en desarrollo, la venta fraudulenta de carne de delfín como si fuera de ballena o las altas dosis de mercurio, hasta 20 veces superior a la cantidades permitidas, que conlleva su ingestión son algunos de los valientes alegatos de la película.
The cove consigue pues su objetivo de hacer pública una barbarie con implicaciones directas como el cese de varios responsables de pesca del gobierno japonés. Meta cumplida. Sin embargo, el potente altavoz que ha supuesto este filme, gracias sobre todo al oscar como mejor documental, se ha encontrado con una doble censura. La previsible de las autoridades japonesas, que ya han vetado su proyección, y otra un poco más inesperada. A la vez que Hollywood premiaba una cinta incómoda, que cuestiona entre otros aspectos la política del país nipón, la realización de la ceremonia de entrega de los oscars esquivó durante la emisión a O’Barry y su cartel en defensa de los delfines. Penosa contradicción.
Comentarios
Y lo que da más pena es el pobre entrenador de delfines cuando explica el suicidio de su delfinita. Dice que literalmente se suicidó porque los delfines respiran con actos conscientes, o sea que tienen que provocar la respiración. Y esta dejó de hacerlo...