Cuando uno acude a ver un filme de Isabelle Huppert, la gran dama del cine francés, ya sabe a lo que se enfrenta. La actriz sólo escoge aquellos papeles que parecen inspirados en su propia naturaleza. Papeles de mujer fría y lunática, tan aséptica en sentimientos como en expresividad, de una soledad prácticamente antisocial. Los directores parecen haber encontrado en su semblante el instrumento perfecto para expresar la extravagancia, prácticamente surrealista, que tanto admiran en el país vecino.
Villa Amalia, desde luego, no es la excepción. Si la sinopsis del filme nos hacía presagiar un posible cambio de registro en la interpretación de Huppert, finalmente la actriz ha vuelto a ponerse en la piel de una protagonista perturbada y desconcertante. Pero si en La pianista, con sus mutilaciones de clítoris, o en Ma mère, con las explícitas relaciones sexuales entre madre e hijo, lograba provocar transgresión o rechazo en función del espectador, en esta última propuesta tan sólo consigue algo mucho menos cotizado, la indiferencia.
Todos hemos abrazado alguna vez la idea de un cambio radical de vida, de un giro drástico de nuestro rumbo, por ejemplo después de un desengaño amoroso como el que sufre la protagonista. Tras descubrir a su pareja besándose con otra, Ann decide enterrar su pasado de forma tajante, cortando los pocos lazos familiares que le quedan y borrando todo rastro de su anterior vida. Chamuscados en un barril quedan los recuerdos fotográficos y las partituras de su prometedora carrera como música. La Villa Amalia que da nombre al filme es pues el refugio apartado del mundo donde Ann encontrará lo que anda buscando, soledad e incomunicación.
Toda esta sarta de tópicos, que podría funcionar en pantalla, queda deslucida por un guión indefinido, que por momentos hasta parece improvisado, a pesar de basarse en una novela de Pascal Quignard. La actitud de Ann, que busca descolocar al espectador, lo termina exasperando. El tránsito hacia ese anunciado cambio de vida se alarga demasiado, mientras que la estancia en Villa Amalia se reduce a escasos planos. El ritmo del filme, que se acelera y se ralentiza sin demasiado criterio, es tan inexplicable como las actuaciones de la protagonista, que ni siquiera en la piel de Huppert resultan creíbles.
Villa Amalia, sin embargo, es el típico filme francés que fomenta la división. Algunos encontrarán sus toques de humor, como las reacciones de los personajes ante las condolencias, como un ejemplo de inteligencia, mientras otros lo consideraremos un ejercicio repetitivo y forzado. Los mismos insistirán en la profunda reflexión sobre la soledad que constituye la película, mientras el resto saldremos del cine con la impresión de haber visto una historia tan vacía como pretenciosa. ¿Un filme inteligente o un filme encantado de conocerse? Cuestión de sincerarse con uno mismo.
Villa Amalia, desde luego, no es la excepción. Si la sinopsis del filme nos hacía presagiar un posible cambio de registro en la interpretación de Huppert, finalmente la actriz ha vuelto a ponerse en la piel de una protagonista perturbada y desconcertante. Pero si en La pianista, con sus mutilaciones de clítoris, o en Ma mère, con las explícitas relaciones sexuales entre madre e hijo, lograba provocar transgresión o rechazo en función del espectador, en esta última propuesta tan sólo consigue algo mucho menos cotizado, la indiferencia.
Todos hemos abrazado alguna vez la idea de un cambio radical de vida, de un giro drástico de nuestro rumbo, por ejemplo después de un desengaño amoroso como el que sufre la protagonista. Tras descubrir a su pareja besándose con otra, Ann decide enterrar su pasado de forma tajante, cortando los pocos lazos familiares que le quedan y borrando todo rastro de su anterior vida. Chamuscados en un barril quedan los recuerdos fotográficos y las partituras de su prometedora carrera como música. La Villa Amalia que da nombre al filme es pues el refugio apartado del mundo donde Ann encontrará lo que anda buscando, soledad e incomunicación.
Toda esta sarta de tópicos, que podría funcionar en pantalla, queda deslucida por un guión indefinido, que por momentos hasta parece improvisado, a pesar de basarse en una novela de Pascal Quignard. La actitud de Ann, que busca descolocar al espectador, lo termina exasperando. El tránsito hacia ese anunciado cambio de vida se alarga demasiado, mientras que la estancia en Villa Amalia se reduce a escasos planos. El ritmo del filme, que se acelera y se ralentiza sin demasiado criterio, es tan inexplicable como las actuaciones de la protagonista, que ni siquiera en la piel de Huppert resultan creíbles.
Villa Amalia, sin embargo, es el típico filme francés que fomenta la división. Algunos encontrarán sus toques de humor, como las reacciones de los personajes ante las condolencias, como un ejemplo de inteligencia, mientras otros lo consideraremos un ejercicio repetitivo y forzado. Los mismos insistirán en la profunda reflexión sobre la soledad que constituye la película, mientras el resto saldremos del cine con la impresión de haber visto una historia tan vacía como pretenciosa. ¿Un filme inteligente o un filme encantado de conocerse? Cuestión de sincerarse con uno mismo.
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