
Villa Amalia, desde luego, no es la excepción. Si la sinopsis del filme nos hacía presagiar un posible cambio de registro en la interpretación de Huppert, finalmente la actriz ha vuelto a ponerse en la piel de una protagonista perturbada y desconcertante. Pero si en La pianista, con sus mutilaciones de clítoris, o en Ma mère, con las explícitas relaciones sexuales entre madre e hijo, lograba provocar transgresión o rechazo en función del espectador, en esta última propuesta tan sólo consigue algo mucho menos cotizado, la indiferencia.

Toda esta sarta de tópicos, que podría funcionar en pantalla, queda deslucida por un guión indefinido, que por momentos hasta parece improvisado, a pesar de basarse en una novela de Pascal Quignard. La actitud de Ann, que busca descolocar al espectador, lo termina exasperando. El tránsito hacia ese anunciado cambio de vida se alarga demasiado, mientras que la estancia en Villa Amalia se reduce a escasos planos. El ritmo del filme, que se acelera y se ralentiza sin demasiado criterio, es tan inexplicable como las actuaciones de la protagonista, que ni siquiera en la piel de Huppert resultan creíbles.
Villa Amalia, sin embargo, es el típico filme francés que fomenta la división. Algunos encontrarán sus toques de humor, como las reacciones de los personajes ante las condolencias, como un ejemplo de inteligencia, mientras otros lo consideraremos un ejercicio repetitivo y forzado. Los mismos insistirán en la profunda reflexión sobre la soledad que constituye la película, mientras el resto saldremos del cine con la impresión de haber visto una historia tan vacía como pretenciosa. ¿Un filme inteligente o un filme encantado de conocerse? Cuestión de sincerarse con uno mismo.
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