¿Alguien se imagina dos directores más opuestos que Steven Spielberg y Quentin Tarantino, el niño bueno y el niño malo de Hollywood? Probablemente no existan dos maneras más distintas de hacer cine, tan particulares y tan válidas ambas, pero el azar de nuestra taquilla ha querido que coincidan en cartelera sus dos últimas propuestas, nominadas ambas además a la mejor película en la próxima edición de los Oscar.
Para colmo, los dos realizadores han decidido poner el ojo en uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Estados Unidos, cuando la esclavitud era un derecho. Evidentemente, las miradas sobre tan espinoso asunto son tan distantes como su propia personalidad, pero no deja de resultar interesante la coincidencia. Spielberg ha partido de la esclavitud para ensalzar la figura del presidente Lincoln y, ya de paso, de los valores de la democracia. Tarantino salta de los judíos en plena invasión nazi a los esclavos negros para proseguir con su particular venganza histórica. Intenciones casi contrarias con resultados igual de brillantes.
Lincoln
Dicen que existen dos tipos de Spielberg, el niño que no ha sabido crecer, el artífice de filmes como Parque jurásico y Super 8, y el más serio, el de obras más profundas como Múnich y La lista de Schindler, por el momento su gran obra maestra. Con Lincoln no es que nos reencontremos con el Spielberg menos lúdico sino que vamos un paso más allá y nos topamos de lleno con su cinta más solemne, tan meticulosa en los detalles como desprovista de sus típicos recursos artificiosos. La banda sonora y las escenas forzadamente sensiblonas ceden paso aquí a la exactitud de los datos históricos, en un ejercicio prácticamente periodístico inaudito en la filmografía del director de las emociones.
Es probable que el espectador pierda el hilo de los acontecimientos en más de una ocasión. Sólo los expertos en historia estadounidense entenderán cada uno de los movimientos políticos que dieron lugar a la aprobación de la decimotercera enmienda, la que puso fin a la esclavitud. Pero el objetivo de Lincoln, más que fardar de la impresionante labor de documentación, es entender los claroscuros de toda decisión política. Porque aunque la película ensalza la figura del expresidente tampoco ignora los intereses ocultos en tan importante decisión.
Puede que nos importe un comino la postura de todos y cada uno de los congresistas sobre una legislación que nos resulta lejana, pero Lincoln, en su afán de minuciosidad, sirve al menos para reflejarnos una realidad política mucho más democrática que la nuestra. Las escenas en el Congreso, con acaloradas discusiones a cara descubierta, sin la frialdad y la cobardía de las votaciones anónimas, nos muestran un sistema en el que los políticos responden más a los intereses de sus electores que a los del partido. A más de un diputado de nuestro país le convendría un visionado, aunque es probable que su capacidad de compresión sea infinitamente menor a la del espectador medio.
Spielberg decide centrarse de lleno en la política, huyendo en todo momento de esas tentadoras situaciones lacrimógenas que la esclavitud podría brindarle. Abandona la explicitud de El color púrpura para lograr escenas tan elegantes como la de Tommy Lee Jones regalándole a su esposa el texto de la nueva ley. Un ejercicio de contención que también podría hacerse extensible al trabajo de Daniel Day-Lewis, eternamente etiquetado como histriónico y que aquí, con el método Actors studio o sin él, nos da lo mismo, logra reprimir para brindar una apabullante reencarnación del presidente que logró abolir la esclavitud. Lincoln demuestra que hasta echando el freno logran estos dos astros de Hollywood alcanzar la grandilocuencia.
Django desdencadenado
La venganza es el estímulo que ha encontrado Tarantino para poder llevar al límite sus fechorías. Y la venganza de grandes víctimas de la historia es el recodo ideal en el que se ha refugiado el director para ganarse el favor del público, que acoge con júbilo estas victorias morales en las que la violencia se ceba contra los grandes genocidas de la historia, esos a los que nadie importa ver exterminados.
La estrategia puede parecer discutible, incluso condenable, sobre todo para los quisquillosos con la historia, pero es evidente que uno no puede pedirle a un filme de Tarantino la rigurosidad de Lincoln. Sería más bochornoso que ver a una esclava negra disfrazada de conejita Playboy. Y mucho más aburrido. Del director de Tennessee esperamos precisamente lo contrario a la cordura.
Con Django desencadenado, Tarantino lleva a su terreno uno de los pocos géneros que le quedan por explorar, aunque hablar de estilos con un realizador que ha parido un estilo propio es del todo inútil. En todo caso, aunque sólo sea por los decorados y el contexto, es fácil identificar el western como influencia para su nueva locura. Están los condados, los sheriffs y los caballos, pero aquí el conflicto no es entre indios y vaqueros sino entre negros y blancos, explotados y explotadores.
Dándole de nuevo un giro a la historia, Tarantino nos presenta a un esclavo al que se le brinda la oportunidad de ser libre y vengar el secuestro de su esposa. El artífice de tal milagro es un cazador de recompensas alemán al que da vida Christoph Waltz, que nos demuestra con este papel que quizá no fuera tan injusta su nominación al Oscar como mejor secundario en detrimento de Leonardo DiCaprio. De hecho, puede decirse que la primera mitad del filme, en la que adquiere todo el protagonismo, es la mejor parte de un metraje desorbitadamente largo.
La primera aparición de King Schultz, con esa enorme muela coronando su carruaje de dentista, es tan delirante como la conversación que tendrá más tarde con el sheriff del poblado. Aunque sin duda la escena más desternillante de Djando desencadenado tiene a unos blancos y sus agujereados sacos como protagonistas. Es el mejor ejemplo de esos diálogos bordeando el ingenio y el absurdo a los que Tarantino nos tiene tan acostumbrados.
Es una lástima que la segunda mitad del filme coincida con la entrada en escena de Leonardo DiCaprio, soberbio en su papel de malvado. Es ahí cuando Tarantino sacrifica la palabra por los tiros y la violencia se vuelve caótica, tal como le sucediera con el guión de Abierto hasta el amanecer. Cuando finaliza el espectáculo de sangre y explosivos uno ya ni se acuerda del brillante planteamiento, que ha quedado diluido por la el lado más salvaje de este crío convertido en director. Con semejante pérdida de control tampoco esta vez ha logrado igualar su mejor historia de venganza, la milimétricamente perfecta Kill Bill.
Para colmo, los dos realizadores han decidido poner el ojo en uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de Estados Unidos, cuando la esclavitud era un derecho. Evidentemente, las miradas sobre tan espinoso asunto son tan distantes como su propia personalidad, pero no deja de resultar interesante la coincidencia. Spielberg ha partido de la esclavitud para ensalzar la figura del presidente Lincoln y, ya de paso, de los valores de la democracia. Tarantino salta de los judíos en plena invasión nazi a los esclavos negros para proseguir con su particular venganza histórica. Intenciones casi contrarias con resultados igual de brillantes.
Lincoln
Dicen que existen dos tipos de Spielberg, el niño que no ha sabido crecer, el artífice de filmes como Parque jurásico y Super 8, y el más serio, el de obras más profundas como Múnich y La lista de Schindler, por el momento su gran obra maestra. Con Lincoln no es que nos reencontremos con el Spielberg menos lúdico sino que vamos un paso más allá y nos topamos de lleno con su cinta más solemne, tan meticulosa en los detalles como desprovista de sus típicos recursos artificiosos. La banda sonora y las escenas forzadamente sensiblonas ceden paso aquí a la exactitud de los datos históricos, en un ejercicio prácticamente periodístico inaudito en la filmografía del director de las emociones.
Es probable que el espectador pierda el hilo de los acontecimientos en más de una ocasión. Sólo los expertos en historia estadounidense entenderán cada uno de los movimientos políticos que dieron lugar a la aprobación de la decimotercera enmienda, la que puso fin a la esclavitud. Pero el objetivo de Lincoln, más que fardar de la impresionante labor de documentación, es entender los claroscuros de toda decisión política. Porque aunque la película ensalza la figura del expresidente tampoco ignora los intereses ocultos en tan importante decisión.
Puede que nos importe un comino la postura de todos y cada uno de los congresistas sobre una legislación que nos resulta lejana, pero Lincoln, en su afán de minuciosidad, sirve al menos para reflejarnos una realidad política mucho más democrática que la nuestra. Las escenas en el Congreso, con acaloradas discusiones a cara descubierta, sin la frialdad y la cobardía de las votaciones anónimas, nos muestran un sistema en el que los políticos responden más a los intereses de sus electores que a los del partido. A más de un diputado de nuestro país le convendría un visionado, aunque es probable que su capacidad de compresión sea infinitamente menor a la del espectador medio.
Spielberg decide centrarse de lleno en la política, huyendo en todo momento de esas tentadoras situaciones lacrimógenas que la esclavitud podría brindarle. Abandona la explicitud de El color púrpura para lograr escenas tan elegantes como la de Tommy Lee Jones regalándole a su esposa el texto de la nueva ley. Un ejercicio de contención que también podría hacerse extensible al trabajo de Daniel Day-Lewis, eternamente etiquetado como histriónico y que aquí, con el método Actors studio o sin él, nos da lo mismo, logra reprimir para brindar una apabullante reencarnación del presidente que logró abolir la esclavitud. Lincoln demuestra que hasta echando el freno logran estos dos astros de Hollywood alcanzar la grandilocuencia.
Django desdencadenado
La venganza es el estímulo que ha encontrado Tarantino para poder llevar al límite sus fechorías. Y la venganza de grandes víctimas de la historia es el recodo ideal en el que se ha refugiado el director para ganarse el favor del público, que acoge con júbilo estas victorias morales en las que la violencia se ceba contra los grandes genocidas de la historia, esos a los que nadie importa ver exterminados.
La estrategia puede parecer discutible, incluso condenable, sobre todo para los quisquillosos con la historia, pero es evidente que uno no puede pedirle a un filme de Tarantino la rigurosidad de Lincoln. Sería más bochornoso que ver a una esclava negra disfrazada de conejita Playboy. Y mucho más aburrido. Del director de Tennessee esperamos precisamente lo contrario a la cordura.
Con Django desencadenado, Tarantino lleva a su terreno uno de los pocos géneros que le quedan por explorar, aunque hablar de estilos con un realizador que ha parido un estilo propio es del todo inútil. En todo caso, aunque sólo sea por los decorados y el contexto, es fácil identificar el western como influencia para su nueva locura. Están los condados, los sheriffs y los caballos, pero aquí el conflicto no es entre indios y vaqueros sino entre negros y blancos, explotados y explotadores.
Dándole de nuevo un giro a la historia, Tarantino nos presenta a un esclavo al que se le brinda la oportunidad de ser libre y vengar el secuestro de su esposa. El artífice de tal milagro es un cazador de recompensas alemán al que da vida Christoph Waltz, que nos demuestra con este papel que quizá no fuera tan injusta su nominación al Oscar como mejor secundario en detrimento de Leonardo DiCaprio. De hecho, puede decirse que la primera mitad del filme, en la que adquiere todo el protagonismo, es la mejor parte de un metraje desorbitadamente largo.
La primera aparición de King Schultz, con esa enorme muela coronando su carruaje de dentista, es tan delirante como la conversación que tendrá más tarde con el sheriff del poblado. Aunque sin duda la escena más desternillante de Djando desencadenado tiene a unos blancos y sus agujereados sacos como protagonistas. Es el mejor ejemplo de esos diálogos bordeando el ingenio y el absurdo a los que Tarantino nos tiene tan acostumbrados.
Es una lástima que la segunda mitad del filme coincida con la entrada en escena de Leonardo DiCaprio, soberbio en su papel de malvado. Es ahí cuando Tarantino sacrifica la palabra por los tiros y la violencia se vuelve caótica, tal como le sucediera con el guión de Abierto hasta el amanecer. Cuando finaliza el espectáculo de sangre y explosivos uno ya ni se acuerda del brillante planteamiento, que ha quedado diluido por la el lado más salvaje de este crío convertido en director. Con semejante pérdida de control tampoco esta vez ha logrado igualar su mejor historia de venganza, la milimétricamente perfecta Kill Bill.
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jesn