
Si hay algo que objetar acerca de Mildred Pierce es, sin duda, su descompensación. Los tres primeros capítulos son de cocción lenta, narrándonos los inicios de Mildred, una mujer hecha a sí misma, que se quedó prácticamente con lo puesto tras separarse de su marido y que termina levantando un imperio hostelero a base de pollo frito. Los dos últimos episodios, en cambio, saben a poco. Es cuando la narración se vuelve de golpe apasionante, intensa, a base de escenas que no conceden ni un segundo al aburrimiento (incluso a pesar de que el final tiene la misma duración que un largometraje).

Las aspiraciones de Mildred Pierce por ascender en la escala social la llevan a crear su propio restaurante. También asistimos de forma meticulosa al estreno del negocio, con todos sus preparativos, los nervios iniciales y la ilusión. En ese sentido, se agradece el grado de costumbrismo de la miniserie. Por un lado, nos radiografía al milímetro el american way of life y, por el otro, nos abona el terreno para el que será el clímax principal de la trama: la relación con su hija.

El giro es brusco. Pasamos de las recetas de pollo a la ópera, destino final de una niña caprichosa y cargada de ínfulas. Veda, la hija por la que Mildred lo ha dado todo, termina siendo virtuosa de la coloratura, un registro vocal casi inalcanzable. Mientras su madre (y el espectador) asiste orgullosa a cada una de sus funciones, ella le devuelve el sacrificio con el odio más visceral. Lecciones de vida: los hijos no siempre son como uno quiere. Lecciones de arte: Mildred Pierce bien vale una oportunidad.
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