Las miniseries de la HBO gozan de un destacable prestigio, casi tan importante como el de sus series, y sin embargo son unas grandes desconocidas para el público internacional. Hasta ahora. Porque desde Angels in America no veíamos tanta repercusión como la que ha tenido Mildred Pierce, una exquisita pieza de cinco episodios con un reclamo infalible: Kate Winslet. No en vano, la ganadora de un Oscar por El lector protagoniza todas y cada una de las escenas de una miniserie que, sin embargo, destaca por otros motivos además de la presencia de un valor tan seguro.
Si hay algo que objetar acerca de Mildred Pierce es, sin duda, su descompensación. Los tres primeros capítulos son de cocción lenta, narrándonos los inicios de Mildred, una mujer hecha a sí misma, que se quedó prácticamente con lo puesto tras separarse de su marido y que termina levantando un imperio hostelero a base de pollo frito. Los dos últimos episodios, en cambio, saben a poco. Es cuando la narración se vuelve de golpe apasionante, intensa, a base de escenas que no conceden ni un segundo al aburrimiento (incluso a pesar de que el final tiene la misma duración que un largometraje).
Este desequilibrio no implica que los comienzos de Mildred resulten indiferentes. Hablamos de ritmo y de intensidad, no tanto de contenido. La introducción, un tanto larga quizá, nos sirve para conocer de lleno a la absoluta protagonista de la función, una mujer moderna en plena Depresión de los años 30 pero con un orgullo que le impide aceptar cualquier oferta laboral que saque de la ruina a su familia. La escena en una entrevista como empleadora del hogar es simplemente magistral.
Las aspiraciones de Mildred Pierce por ascender en la escala social la llevan a crear su propio restaurante. También asistimos de forma meticulosa al estreno del negocio, con todos sus preparativos, los nervios iniciales y la ilusión. En ese sentido, se agradece el grado de costumbrismo de la miniserie. Por un lado, nos radiografía al milímetro el american way of life y, por el otro, nos abona el terreno para el que será el clímax principal de la trama: la relación con su hija.
El capítulo cuatro de Mildred Pierce marca sin duda un antes y un después en la miniserie. Una niña engreída y de lengua suelta, que ya apuntaba maneras, se hace mujer y lo hace en la piel de Evan Rachel Wood, la gran sorpresa en este reparto de lujo. Asistimos paralelamente a un duelo entre madre e hija y a otro duelo interpretativo, si cabe más intenso, entre la reina pelirroja de True Blood y Kate Winslet. Una auténtica gozada.
El giro es brusco. Pasamos de las recetas de pollo a la ópera, destino final de una niña caprichosa y cargada de ínfulas. Veda, la hija por la que Mildred lo ha dado todo, termina siendo virtuosa de la coloratura, un registro vocal casi inalcanzable. Mientras su madre (y el espectador) asiste orgullosa a cada una de sus funciones, ella le devuelve el sacrificio con el odio más visceral. Lecciones de vida: los hijos no siempre son como uno quiere. Lecciones de arte: Mildred Pierce bien vale una oportunidad.
Si hay algo que objetar acerca de Mildred Pierce es, sin duda, su descompensación. Los tres primeros capítulos son de cocción lenta, narrándonos los inicios de Mildred, una mujer hecha a sí misma, que se quedó prácticamente con lo puesto tras separarse de su marido y que termina levantando un imperio hostelero a base de pollo frito. Los dos últimos episodios, en cambio, saben a poco. Es cuando la narración se vuelve de golpe apasionante, intensa, a base de escenas que no conceden ni un segundo al aburrimiento (incluso a pesar de que el final tiene la misma duración que un largometraje).
Este desequilibrio no implica que los comienzos de Mildred resulten indiferentes. Hablamos de ritmo y de intensidad, no tanto de contenido. La introducción, un tanto larga quizá, nos sirve para conocer de lleno a la absoluta protagonista de la función, una mujer moderna en plena Depresión de los años 30 pero con un orgullo que le impide aceptar cualquier oferta laboral que saque de la ruina a su familia. La escena en una entrevista como empleadora del hogar es simplemente magistral.
Las aspiraciones de Mildred Pierce por ascender en la escala social la llevan a crear su propio restaurante. También asistimos de forma meticulosa al estreno del negocio, con todos sus preparativos, los nervios iniciales y la ilusión. En ese sentido, se agradece el grado de costumbrismo de la miniserie. Por un lado, nos radiografía al milímetro el american way of life y, por el otro, nos abona el terreno para el que será el clímax principal de la trama: la relación con su hija.
El capítulo cuatro de Mildred Pierce marca sin duda un antes y un después en la miniserie. Una niña engreída y de lengua suelta, que ya apuntaba maneras, se hace mujer y lo hace en la piel de Evan Rachel Wood, la gran sorpresa en este reparto de lujo. Asistimos paralelamente a un duelo entre madre e hija y a otro duelo interpretativo, si cabe más intenso, entre la reina pelirroja de True Blood y Kate Winslet. Una auténtica gozada.
El giro es brusco. Pasamos de las recetas de pollo a la ópera, destino final de una niña caprichosa y cargada de ínfulas. Veda, la hija por la que Mildred lo ha dado todo, termina siendo virtuosa de la coloratura, un registro vocal casi inalcanzable. Mientras su madre (y el espectador) asiste orgullosa a cada una de sus funciones, ella le devuelve el sacrificio con el odio más visceral. Lecciones de vida: los hijos no siempre son como uno quiere. Lecciones de arte: Mildred Pierce bien vale una oportunidad.
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