La experiencia es única. Sin ir más lejos, mucha gente todavía no da crédito a que los 90 minutos de la película se desarrollen íntegramente dentro de un ataúd. Parece una hazaña imposible, pero Rodrigo Cortés ha superado con nota el gran reto. Buried no sólo mantiene al espectador enganchado a la butaca desde un espacio tan reducido sino que proporciona una vivencia sensorial y visual que muy pocos filmes han logrado transmitir.
Un clima de asfixia se apodera de la sala durante los minutos iniciales de la cinta, cuando Paul Conroy se despierta amordazado y maniatado en el interior de una tumba. Le falta y nos falta el aire. Entra en un estado de histerismo y nos adentramos con él en una atmósfera de agobio y de angustia que se prolongará a lo largo de todo el metraje. Sin duda, la apuesta por un experimento tan arriesgado juega a favor de la película, logrando una empatía con el protagonista imposible de alcanzar de mejor forma.
El quid de la cuestión, cómo mantener la atención del público con una puesta en escena tan limitada, se resuelve a los pocos minutos, cuando comienzan a aparecer una serie de elementos que garantizan el interés durante todo el metraje. Un mechero, un móvil y otros elementos inesperados proporcionan la acción suficiente para incluso poder calificar Buried como una película de acción y suspense. Sólo que en esta ocasión los efectos especiales corren a cargo de nuestra imaginación.
El dinamismo en la película también lo proporciona, y de qué forma, el impecable montaje. Planos y secuencias que indagan en cada rincón del ataúd, desde todas las perspectivas posibles, nos brindan una de las experiencias visuales más gratificantes de los últimos años. Sin embargo, aunque las imágenes apenas caigan en la redundancia, con la dificultad que ello supone, hay momentos en los que el guión se va quedando sin oxígeno, en busca de una bocanada de aire fresco que renueve por completo el ambiente cargado.
La única pega de Buried la encontramos precisamente en su imponente campaña de marketing. Hacía bien Cortés en recomendarnos acudir al cine sin ninguna información previa (imposible de llevar a cabo, por otro lado). El trailer que nos abría el apetito de una manera irremediable sugería unos giros en el argumento que jamás se llegan a producir.
Es cierto que la historia nos depara sorpresas de lo más gratificantes, pero uno se mantiene a la espera de un golpe de efecto que termine de dejarle con la boca abierta. En todo momento parece que la premisa nos vaya a conducir hacia algo inesperado, hacia algún tipo de conspiración que la propia publicidad de la película insinuaba. Aunque pensándolo bien, seguramente al director le habrían llovido las críticas por utilizar trucos más o menos tramposos en el guión.
Más allá de las expectativas individuales, el mérito de Buried se encuentra evidentemente en la forma, en la hazaña cinematográfica con la que Cortés se ha abierto las puertas de Hollywood. Una película barata, con una increíble recaudación y una repercusión mediática de grandes proporciones debe ser el sueño de todo productor. Como también debe serlo para un actor como Ryan Reynolds, acostumbrado a comedietas y cintas de acción de medio pelo, convertirse de repente, por obra y gracia de este filme, en un cotizado intérprete. Y no es para menos. A ver cuantos actores de primera fila se enfrentarían a 90 minutos de ataúd con su misma credibilidad. Y a ver por qué la excelente labor tanto del actor como de Cortés no será digna de ningún premio. A veces el favor del público es motivo suficiente de orgullo.
Un clima de asfixia se apodera de la sala durante los minutos iniciales de la cinta, cuando Paul Conroy se despierta amordazado y maniatado en el interior de una tumba. Le falta y nos falta el aire. Entra en un estado de histerismo y nos adentramos con él en una atmósfera de agobio y de angustia que se prolongará a lo largo de todo el metraje. Sin duda, la apuesta por un experimento tan arriesgado juega a favor de la película, logrando una empatía con el protagonista imposible de alcanzar de mejor forma.
El quid de la cuestión, cómo mantener la atención del público con una puesta en escena tan limitada, se resuelve a los pocos minutos, cuando comienzan a aparecer una serie de elementos que garantizan el interés durante todo el metraje. Un mechero, un móvil y otros elementos inesperados proporcionan la acción suficiente para incluso poder calificar Buried como una película de acción y suspense. Sólo que en esta ocasión los efectos especiales corren a cargo de nuestra imaginación.
El dinamismo en la película también lo proporciona, y de qué forma, el impecable montaje. Planos y secuencias que indagan en cada rincón del ataúd, desde todas las perspectivas posibles, nos brindan una de las experiencias visuales más gratificantes de los últimos años. Sin embargo, aunque las imágenes apenas caigan en la redundancia, con la dificultad que ello supone, hay momentos en los que el guión se va quedando sin oxígeno, en busca de una bocanada de aire fresco que renueve por completo el ambiente cargado.
La única pega de Buried la encontramos precisamente en su imponente campaña de marketing. Hacía bien Cortés en recomendarnos acudir al cine sin ninguna información previa (imposible de llevar a cabo, por otro lado). El trailer que nos abría el apetito de una manera irremediable sugería unos giros en el argumento que jamás se llegan a producir.
Es cierto que la historia nos depara sorpresas de lo más gratificantes, pero uno se mantiene a la espera de un golpe de efecto que termine de dejarle con la boca abierta. En todo momento parece que la premisa nos vaya a conducir hacia algo inesperado, hacia algún tipo de conspiración que la propia publicidad de la película insinuaba. Aunque pensándolo bien, seguramente al director le habrían llovido las críticas por utilizar trucos más o menos tramposos en el guión.
Más allá de las expectativas individuales, el mérito de Buried se encuentra evidentemente en la forma, en la hazaña cinematográfica con la que Cortés se ha abierto las puertas de Hollywood. Una película barata, con una increíble recaudación y una repercusión mediática de grandes proporciones debe ser el sueño de todo productor. Como también debe serlo para un actor como Ryan Reynolds, acostumbrado a comedietas y cintas de acción de medio pelo, convertirse de repente, por obra y gracia de este filme, en un cotizado intérprete. Y no es para menos. A ver cuantos actores de primera fila se enfrentarían a 90 minutos de ataúd con su misma credibilidad. Y a ver por qué la excelente labor tanto del actor como de Cortés no será digna de ningún premio. A veces el favor del público es motivo suficiente de orgullo.
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