Stephen Frears se mueve como pez en el agua en los ambientes nobles. Ya lo demostró bien joven con Las amistades peligrosas, pero con los años parece que se le acrecienta el gusto por la clase aristocrática. Tras acercarse como nadie a un personaje tan hermético como la reina Isabel II, ahora ha decidido echar mano de la novela más famosa de la escritora francesa Colette para adentrarnos en la madurez de una cortesana en plena Belle Epoque de París. “Las dos son ricas” ha manifestado irónico en una entrevista y, desde luego, no es la única similitud entre dos propuestas que, aunque separadas por un abismo temporal y temático, guardan varios puntos en común.
Aunque la monarquía de Isabel II ya ha traspasado el siglo XX, lo cierto es que sus costumbres permanecen casi inalterables desde hace décadas, hasta el punto que los exquisitos modales reflejados en Chéri son los que todavía imperan en el palacio de Buckingham. Frears quiso ser tan fiel en su reflejo de la intimidad de la reina y ha querido serlo también en su última propuesta, que el resultado final termina desprendiendo una sensación de frío y distancia.
Para lo bueno y para lo malo, no estamos en la época victoriana que nos vendió Jane Austen. En la clase alta, ni los amores eran tan profundos ni las vidas tan intensas. El tono de Frears se aleja del culebrón de época al realismo más estricto, hasta el punto que la historia de amor entre la madura cortesana y el joven de diecinueve años es menos apasionada de lo que cabría esperar de un drama de época. Lástima que unos decorados y localizaciones inmejorables, un vestuario impecable y unas interpretaciones notables queden deslucidos por el mismo tono aséptico que reinó en The queen, aunque allí viniera justificado por la introspectiva personalidad de la monarca inglesa.
No sólo falla Frears en una historia de amor que hubiera hecho las delicias de Ang Lee, sino también en el retrato de la prostituta de lujo en decadencia. El inicio extremadamente prometedor de la película, con un mordaz resumen de las damas de compañía más ilustres de la historia, como la Bella Otero, queda olvidado por completo durante el desarrollo del metraje. Es cierto que la protagonista lanza reflexiones irónicas sobre la vejez y que determinadas escenas, como en la que el joven espera a su amante bajo el balcón parisino, despiertan algún sentimiento, pero al final termina imperando el distanciamiento con el espectador.
El acierto lo encontramos en las dos grandes intérpretes que llevan el peso de la película. Kathy Bates ha encajado a la perfección su destierro a los papeles secundarios de lujo, mientras que Michelle Pfeiffer se resiste a jugar en otra liga, a pesar del alarmante descenso de buenas oportunidades que se le presentan. Ambas, cada una a su estilo, dan una lección de sabiduría y experiencia al joven protagonista que da nombre al filme y cuyo afeminado aspecto tanto nos ha hecho olvidar su prometedora aparición como oficial nazi en El niño con el pijama de rayas. Sólo queda cruzar los dedos para que la carrera de la Pfeiffer no siga el mismo camino que el de la cortesana Léa de Lonval.
Aunque la monarquía de Isabel II ya ha traspasado el siglo XX, lo cierto es que sus costumbres permanecen casi inalterables desde hace décadas, hasta el punto que los exquisitos modales reflejados en Chéri son los que todavía imperan en el palacio de Buckingham. Frears quiso ser tan fiel en su reflejo de la intimidad de la reina y ha querido serlo también en su última propuesta, que el resultado final termina desprendiendo una sensación de frío y distancia.
Para lo bueno y para lo malo, no estamos en la época victoriana que nos vendió Jane Austen. En la clase alta, ni los amores eran tan profundos ni las vidas tan intensas. El tono de Frears se aleja del culebrón de época al realismo más estricto, hasta el punto que la historia de amor entre la madura cortesana y el joven de diecinueve años es menos apasionada de lo que cabría esperar de un drama de época. Lástima que unos decorados y localizaciones inmejorables, un vestuario impecable y unas interpretaciones notables queden deslucidos por el mismo tono aséptico que reinó en The queen, aunque allí viniera justificado por la introspectiva personalidad de la monarca inglesa.
No sólo falla Frears en una historia de amor que hubiera hecho las delicias de Ang Lee, sino también en el retrato de la prostituta de lujo en decadencia. El inicio extremadamente prometedor de la película, con un mordaz resumen de las damas de compañía más ilustres de la historia, como la Bella Otero, queda olvidado por completo durante el desarrollo del metraje. Es cierto que la protagonista lanza reflexiones irónicas sobre la vejez y que determinadas escenas, como en la que el joven espera a su amante bajo el balcón parisino, despiertan algún sentimiento, pero al final termina imperando el distanciamiento con el espectador.
El acierto lo encontramos en las dos grandes intérpretes que llevan el peso de la película. Kathy Bates ha encajado a la perfección su destierro a los papeles secundarios de lujo, mientras que Michelle Pfeiffer se resiste a jugar en otra liga, a pesar del alarmante descenso de buenas oportunidades que se le presentan. Ambas, cada una a su estilo, dan una lección de sabiduría y experiencia al joven protagonista que da nombre al filme y cuyo afeminado aspecto tanto nos ha hecho olvidar su prometedora aparición como oficial nazi en El niño con el pijama de rayas. Sólo queda cruzar los dedos para que la carrera de la Pfeiffer no siga el mismo camino que el de la cortesana Léa de Lonval.
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