Con Las brujas de Zugarramurdi vuelve el Álex de la Iglesia más auténtico, el que pasa de experimentos tragicómicos y prefiere volcar todas sus locuras, todos sus extremos, sin pudor alguno. Como ocurre con tantas de sus comedias, las únicas que de hecho pueden considerarse como éxitos, la premisa arranca sugerente, con un planteamiento que promete ser desternillante, pero que finalmente desemboca en una innecesaria desmesura. Y con esta ya es la enésima vez que al director bilbaíno se le escurre el humor delirante de las manos, cegado por su afán de sacar pecho con la técnica.
Es una lástima, porque Las brujas de Zugarramurdi comienza con una serie de secuencias notables, empezando por unos títulos de crédito de lo más ingeniosos (¿Qué hace Angela Merkel en esa nada sutil lista de brujas?), y siguiendo con escenas desternillantes, como ese asalto al establecimiento de Compro oro con Mickey Mouse y Bob Esponja de artistas invitados o la primera aparición de Macarena Gómez, eterna secundaria que siempre sabe a poco.
Los diálogos dentro del taxi entre los cinco pasajeros en su huida hacia Francia (con parada imprevista en Euskadi), entre el absurdo y el costumbrismo, también consiguen eso que aseguran es tan complicado de lograr en el cine, hacer reír. Es un humor histérico, chabacano si se quiere, poco o nada inteligente. Pero muy difícil de plasmar sin provocar el efecto contrario al deseado, esa vergüenza ajena que tanto destilan, por ejemplo, los subproductos de la factoría José Luis Moreno (al que por cierto se homenajea, y de qué forma, en la película).
Paradójicamente, es cuando aparecen las brujas que termina el embrujo. Le ocurrió a De la Iglesia con Crimen ferpecto, o más recientemente con Balada triste de trompeta. La magia y la frescura desaparecen en el tramo final, cuando lo que debe ser el clímax termina por convertirse en todo lo contrario, un desfase, una tuerca pasada de rosca que desacredita por completo todo el esfuerzo previo.
Como si de una versión embrujada de Torrente se tratara, Las brujas de Zugarramurdi hace del cameo un reclamo. Por la tétrica mansión de las brujas van desfilando desde el propio Santiago Segura (travestido junto a Carlos Areces como la típica señorona vasca) hasta Topacio, la sensacional amiga de Alaska y Mario Vaquerizo. Solo a un retorcido como De la Iglesia se le ocurriría privarnos de la voz de la uruguaya o desvirtuar la de María Barranco condenándola a una traqueostomía. Crueldad donde las haya.
De lo que no nos priva, en cambio, el mejor director que ha tenido la Academia de cine español es de las intervenciones de Mario Casas, que reafirman a los que opinan que las dotes del gallego para la actuación finalizan con su envidiable estado físico. Si sus carencias se disimulan sobre ruedas y a tres metros sobre el cielo, en la piel del tonto de la película (y aquí hay unos cuantos) se ponen más que nunca de manifiesto. Es, de hecho, la única nota discordante en un casting en el que incluso Carolina Bang ha logrado alcanzar el semitono.
¿Será capaz Álex de la Iglesia de ingeniar otra obra maestra de la comedia? Tiene el talento, los medios y, sobre todo, un par de precedentes en el que inspirarse. Si fue capaz de sorprendernos con El día de la bestia y de contenerse en el punto justo entre el delirio y el despropósito con La comunidad, nada hace pensar que no pueda volver a formular la pócima perfecta para matarnos de risa sin posibilidad de reanimación.
Es una lástima, porque Las brujas de Zugarramurdi comienza con una serie de secuencias notables, empezando por unos títulos de crédito de lo más ingeniosos (¿Qué hace Angela Merkel en esa nada sutil lista de brujas?), y siguiendo con escenas desternillantes, como ese asalto al establecimiento de Compro oro con Mickey Mouse y Bob Esponja de artistas invitados o la primera aparición de Macarena Gómez, eterna secundaria que siempre sabe a poco.
Los diálogos dentro del taxi entre los cinco pasajeros en su huida hacia Francia (con parada imprevista en Euskadi), entre el absurdo y el costumbrismo, también consiguen eso que aseguran es tan complicado de lograr en el cine, hacer reír. Es un humor histérico, chabacano si se quiere, poco o nada inteligente. Pero muy difícil de plasmar sin provocar el efecto contrario al deseado, esa vergüenza ajena que tanto destilan, por ejemplo, los subproductos de la factoría José Luis Moreno (al que por cierto se homenajea, y de qué forma, en la película).
Paradójicamente, es cuando aparecen las brujas que termina el embrujo. Le ocurrió a De la Iglesia con Crimen ferpecto, o más recientemente con Balada triste de trompeta. La magia y la frescura desaparecen en el tramo final, cuando lo que debe ser el clímax termina por convertirse en todo lo contrario, un desfase, una tuerca pasada de rosca que desacredita por completo todo el esfuerzo previo.
Como si de una versión embrujada de Torrente se tratara, Las brujas de Zugarramurdi hace del cameo un reclamo. Por la tétrica mansión de las brujas van desfilando desde el propio Santiago Segura (travestido junto a Carlos Areces como la típica señorona vasca) hasta Topacio, la sensacional amiga de Alaska y Mario Vaquerizo. Solo a un retorcido como De la Iglesia se le ocurriría privarnos de la voz de la uruguaya o desvirtuar la de María Barranco condenándola a una traqueostomía. Crueldad donde las haya.
De lo que no nos priva, en cambio, el mejor director que ha tenido la Academia de cine español es de las intervenciones de Mario Casas, que reafirman a los que opinan que las dotes del gallego para la actuación finalizan con su envidiable estado físico. Si sus carencias se disimulan sobre ruedas y a tres metros sobre el cielo, en la piel del tonto de la película (y aquí hay unos cuantos) se ponen más que nunca de manifiesto. Es, de hecho, la única nota discordante en un casting en el que incluso Carolina Bang ha logrado alcanzar el semitono.
¿Será capaz Álex de la Iglesia de ingeniar otra obra maestra de la comedia? Tiene el talento, los medios y, sobre todo, un par de precedentes en el que inspirarse. Si fue capaz de sorprendernos con El día de la bestia y de contenerse en el punto justo entre el delirio y el despropósito con La comunidad, nada hace pensar que no pueda volver a formular la pócima perfecta para matarnos de risa sin posibilidad de reanimación.
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