Lost: The final deception

Sabían que esperábamos respuestas, que había una gran expectación por ver cómo resolverían todos los misterios que habían generado. Contaban, además, con nada menos que tres temporadas para resolver el embrollo. Pero decidieron virar de forma estrepitosa hacia la ciencia ficción. Si nos aseguraron que la cosa no iría de máquinas del tiempo, en la quinta temporada nos marearon del pasado al futuro sin miramientos. Lo aceptamos e incluso lo acogimos con júbilo. Pero el final era otro cantar. Nos dijeron por activa y por pasiva que aquella isla no era un purgatorio y que los protagonistas no estaban muertos. Y sin embargo, la idea de una antesala de la muerte ha surgido, aunque por suerte, no sea aplicable a toda la serie sino a una temporada, la sexta, que ya se ha convertido, sin miedo a morir lapidado, en la peor de Perdidos.Cierto es que había demasiados misterios por resolver, demasiados frentes abiertos casi imposibles de cerrar, pero también es cierto que disponían de 18 episodios, con sus más de 12 horas, para desenmarañar el enredo. De nuevo, los listillos de Cuse y Lindelof optaron por descolocar más al espectador, por alimentar a base de nuevos misterios y medias verdades los foros de medio mundo. Aunque las especulaciones y las teorías son la fórmula adictiva de la serie, la mayoría de sus seguidores estábamos ansiosos por las respuestas. Esperábamos, como los más fieles devotos se aferran a su fe, una sorpresa final que nos dejara con la boca abierta. Y con la boca abierta nos han dejado, pero tras comprobar que la explicación ha sido plenamente sustituida por la emoción.
A los sentimientos más elementales y facilones apelaron los creadores de Lost para intentar salir airosos del embolado. Pensaron quizá que con cuatro forzadísimos reencuentros entre los personajes más carismáticos lograrían ponernos la piel de gallina. Subestimaron en sumo grado nuestra inteligencia, esperando que los fans incondicionales y sin raciocinio se contentarían con un apasionado beso entre Jack y Kate y un reencuentro de ultratumba entre Juliet y Sawyer. O con esa orgía de fantasmas final a cámara lenta.¿Dónde quedan entonces los misterios? No estoy hablando de los famosos cuatro dedos de la estatua o de la identidad del hombre de negro (que tampoco hubiera estado mal desvelar), sino de tramas que han quedado totalmente descolgadas en aras de una serie que resultaba centrarse exclusivamente en los personajes, y yo sin enterarme. Los misterios al final eran accesorios, irrelevantes. De ahí que la iniciativa Dharma, los números de Hurley, la partida entre Jacob y su hermano, la luz de la isla y todo su simbolismo quedaran a merced de nuestra imaginación. Las respuestas se intuirían, jamás se revelarían explícitamente. De acuerdo. Lo mascado atenta contra la creatividad.
El problema viene cuando las incoherencias acechan y se hace palpable la improvisación. Tiene un pase que a Widmore, uno de los grandes personajes malignos de la serie, lo reduzcan a secundario y se lo carguen en dos segundos o que un avión consiga despegar tras un grave accidente en mitad de una isla selvática o que aparezcan y desaparezcan templos y faros y estatuas. Lo podemos tolerar. Lo que es más difícil de justificar es que personajes y tramas centrales queden finalmente desvirtuados. ¿Qué ha pasado con Desmond, por ejemplo? No hay forma de saber cómo abandonó la isla. ¿Y con Hugo? Identificar al sustituto de Jacob se antojaba como uno de los pilares de la serie pero al final a Jack el mandato le dura dos telediarios y Hurley terminará igualmente muerto con sus compañeros. ¿Y qué hay de Walt? Como diría mi abuela, y yo mismo, “tanto rollo pa ná”.
Intuíamos que todos los esfuerzos por explotar la bomba, eje central de la quinta temporada, no sirvieron de nada. Que estos flashes de la sexta no eran una realidad alternativa desde el momento en que los acontecimientos parecían alterados. Pero deseábamos que fueran algo inesperado, como lo fue aquel primer flashforward que hoy se antoja como lo mejor de la serie. Finalmente han resultado ser minutos de relleno para un temporada ya de por sí repleta de remiendos. El limbo donde los pasajeros del Oceanic 815 se reencuentran una vez muertos para recordar el momento más importante de sus vidas y para acceder a la gloria divina. La apertura de puertas celestial ya fue el colmo de los despropósitos para un final con hedor cristiano (por mucho que se esforzaran en no herir sensibilidades con ventanales multireligiosos, al final los protagonistas se reúnen en una iglesia de lo más cristiana, con angelitos aguardando el ascenso a los cielos).Caímos en la trampa de que la serie ya estaba pensada desde el primer día. El capítulo Across the sea nos recordaba que ya en la primera temporada aparecieron los cadáveres de la madre y el hermano de Jacob. Y milagro, el último episodio terminaba tal como empezó la serie, con el ojo de Jack cerrándose. Hasta aparecían, maltratadas por el tiempo, las zapatillas colgadas en cañas de bambú. El colmo de la originalidad. Y, sobre todo, guiños no demasiado complejos que apenas certifican la genialidad de los creadores de la serie a la hora de cerrar el círculo.Teorías que pululaban por la red, algunas de ellas un tanto rebuscadas, hubieran resultado más coherentes que la propuesta de Cuse y Lindelof. La idea de un final catastrófico, con la isla en el fondo del mar y el mal disperso por el mundo, era mucho más atrayente que este desenlace excesivamente sentimental (hasta la música del genial Giacchino empalagó) y pseudo-místico. Es evidente que la magia de Lost radica en todo el fenómeno que la ha rodeado. Los grandes momentos que nos ha proporcionado tardarán en volverse a ver en televisión. Pero no deja de ser decepcionante que sus creadores hayan desaprovechado la oportunidad de hacernos felices para siempre. Lo tenían todo a su favor.