Me imagino la escena. Brangelina, en la calidez de su hogar, planificando el ascenso al olimpo de la mujer de labios carnosos y carrera difusa. Brad Pitt, con el poder que otorgan las sagas ludópatas de su amigo Soderbergh planea la estrategia a seguir. Ya es hora de que su mujer abandone el lastre de Lara Croft y las portadas amarillistas para recuperar el camino de Inocencia interrumpida y labrarse un hueco en la meca del cine. La Academia es fácil de convencer. Sólo hace falta una leve transformación física y una escena que encaje a la perfección en el vídeo previo al and the oscar goes to... para acercarse a la gloria dorada. Si además, viene regado con un mensaje de lo más progresista y discordante con el modus vivendi de todo el que pisa la alfombra roja, mucho mejor para las conciencias de todos (véase Julia Roberts con Erin Brockovich).
Que mejor que un plan B en forma de productora independiente y un colega todavía menos dependiente que Michael Winterbottom para diseñar un filme a medida del objetivo marcado. Brad Pitt decidió echar mano al bolsillo y a las neuronas. Llegó a la conclusión que, para seguir la estela humanitaria y solidaria que los caracteriza en los últimos años (lejos quedan los derroches de peluquería de Jennifer Aniston y todo aquél pijerío cegador), el filme debía ser igualmente comprometido. Y nada más comprometedor que el 11S y sus consecuencias para desmarcarse de una industria del espectáculo con una fuerte tendencia a la amnesia (todavía queda reciente la censura de la Fox durante la entrega de los Emmy a las palabras de Sally Field en contra de las guerras).
Si el objetivo de Un corazón invencible fuera acercarnos a la realidad de un país islámico como Pakistan o transmitirnos el mensaje de entendimiento entre culturas que profesa la mujer en la que se basa la película, Mariane Pearl, entonces sí alabaría las buenas intenciones de Brangelina. El mensaje en contra del odio que difundió esta señora, a pesar de ver cómo su marido, periodista del The Wall Street Journal, era decapitado por islamistas radicales, es todo un ejemplo de antiradicalismo.
Sin embargo, cuando toda la película está basada en las pesquisas previas al fatal desenlace, entre una maraña de nombres, contactos y pistas, con el único objeto de llegar a una escena, la del lucimiento artístico de una actriz, se desmorona por completo cualquier atisbo de altruismo. Esa escena, la escena, destruye cualquier otra intención artística del filme. Ni la estética documental, ni la fotografía, ni el apego fiel a la realidad merecen crédito cuando el filme se construye alrededor de una sola escena.
Pero, ¿cuál es esa famosa escena? –se preguntarán-. Es tan fácil imaginarlo, conociendo la historia que relata, como la interpretación que podríamos esperar. Sin restarle mérito, uno imagina la cantidad de tomas que debió necesitar Angelina Jolie para lograr ese momento clímax del filme tan duro y desgarrador, aunque a su vez tan calculado y frío. Ese momento que puede conducirla directamente a las primeras filas del Kodak Theatre el próximo febrero, pero que hace de Un corazón invencible un filme con trampa.
Que mejor que un plan B en forma de productora independiente y un colega todavía menos dependiente que Michael Winterbottom para diseñar un filme a medida del objetivo marcado. Brad Pitt decidió echar mano al bolsillo y a las neuronas. Llegó a la conclusión que, para seguir la estela humanitaria y solidaria que los caracteriza en los últimos años (lejos quedan los derroches de peluquería de Jennifer Aniston y todo aquél pijerío cegador), el filme debía ser igualmente comprometido. Y nada más comprometedor que el 11S y sus consecuencias para desmarcarse de una industria del espectáculo con una fuerte tendencia a la amnesia (todavía queda reciente la censura de la Fox durante la entrega de los Emmy a las palabras de Sally Field en contra de las guerras).
Si el objetivo de Un corazón invencible fuera acercarnos a la realidad de un país islámico como Pakistan o transmitirnos el mensaje de entendimiento entre culturas que profesa la mujer en la que se basa la película, Mariane Pearl, entonces sí alabaría las buenas intenciones de Brangelina. El mensaje en contra del odio que difundió esta señora, a pesar de ver cómo su marido, periodista del The Wall Street Journal, era decapitado por islamistas radicales, es todo un ejemplo de antiradicalismo.
Sin embargo, cuando toda la película está basada en las pesquisas previas al fatal desenlace, entre una maraña de nombres, contactos y pistas, con el único objeto de llegar a una escena, la del lucimiento artístico de una actriz, se desmorona por completo cualquier atisbo de altruismo. Esa escena, la escena, destruye cualquier otra intención artística del filme. Ni la estética documental, ni la fotografía, ni el apego fiel a la realidad merecen crédito cuando el filme se construye alrededor de una sola escena.
Pero, ¿cuál es esa famosa escena? –se preguntarán-. Es tan fácil imaginarlo, conociendo la historia que relata, como la interpretación que podríamos esperar. Sin restarle mérito, uno imagina la cantidad de tomas que debió necesitar Angelina Jolie para lograr ese momento clímax del filme tan duro y desgarrador, aunque a su vez tan calculado y frío. Ese momento que puede conducirla directamente a las primeras filas del Kodak Theatre el próximo febrero, pero que hace de Un corazón invencible un filme con trampa.
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