Nadie puede negarle el mérito. El ministerio del tiempo ha supuesto el soplo de aire fresco que la ficción española necesitaba, el revulsivo que por fin ha demostrado que nuestras series pueden ir más allá de la corrección, persiguiendo un objetivo más ambicioso que el de emular fórmulas ya establecidas. Ha sido la sorpresa de la temporada, la mejor ficción que ha emitido la televisión de nuestro país en mucho tiempo. Pocos pueden discutirlo.
Sin embargo, el fenómeno ha sido tan inesperado e intenso, ha creado tal estado de furor colectivo, tan merecido por otro lado, que prácticamente parece un acto de traición criticar sus puntos débiles. Y los hay, por mucho que prefiramos mirar hacia otro lado para no herir la sensibilidad de su creador, Javier Olivares, o simplemente para no recibir una plaga de unfollows en las redes sociales. Pero de la misma manera que sus guionistas merecen recibir todas las alabanzas como recompensa por su enorme trabajo, también debería agradecerse la crítica constructiva, la visión objetiva de fieles seguidores que lo único que buscamos es la mejora de la serie hacia la perfección.
El penúltimo capítulo de El ministerio del tiempo es el ejemplo perfecto de hasta qué punto puede innovar nuestra ficción, haciéndose valer de la imaginación e inspirándose (que no plagiando) en el inabarcable entorno de series internacionales de calidad y renombre. Además de las evidentes producciones de ciencia ficción basadas en los viajes en el tiempo, como Doctor Who o Perdidos, Olivares y compañía también homenajean con gran criterio a títulos de impecable factura como 24 y su acción multipantalla o The good wife (no sólo con guiños a Lockhart&Gardner sino también con esa capacidad de los guionistas para trastocar el orden establecido mediante giros inesperados).
Pero de la misma forma que hay capítulos brillantes, como lo fue también el que nos desvelaba a Tomás de Torquemada como hijo de Ernesto (enorme Juan Gea), hay otros en los que ese complicadísimo tono entre el misterio, la historia, el humor y la ciencia ficción no termina de afinarse. Y el mejor exponente sea quizá el episodio del pasado lunes, con el que la serie se despedía de su audiencia hasta la próxima temporada.
Uno de los grandes logros de El ministerio del tiempo es haber rescatado la historia española de los libros de texto para el gran público. Es el inabarcable fondo del que se sirven los guiones para generar las tramas episódicas. Pero así como acontecimientos históricos han dado pie a intrigantes aventuras, como la recreación del encuentro entre Franco y Hitler, no ha ocurrido lo mismo en esta última entrega, dedicada a un lugar a priori tan interesante como la residencia de estudiantes de Madrid en 1924. Ilustres artistas como Salvador Dalí o Federico García Lorca han quedado retratados como meras caricaturas, traspasando esa complicada línea entre el humor inteligente y la parodia.
Pero más allá de la Historia en mayúsculas, del caso procedimental de cada semana, el punto fuerte de El ministerio del tiempo reside en la historia personal de sus tres protagonistas, todo un acierto de casting, y en los conflictos temporales que alteran el buen funcionamiento de este ultrasecreto departamento. A su vez, también es su talón de Aquiles. Porque si en un principio pasamos por alto algunas lagunas importantes, movidos por la emoción de una obra global que las compensaba con creces, ha sido en el desenlace, en el clímax final, cuando han emergido las dudas.
Julián pierde la oportunidad de salvarle la vida a su novia y se convierte en el nuevo causante de su muerte. Pero ¿por qué tanta carga dramática si la puerta a 2012 seguirá disponible para un nuevo intento? ¿No se suponía que la rescató del accidente cuando la llamó en el primer episodio y retrasó su salida de casa? ¿No se acostó con ella en el capítulo 7, cuando se planteaba abandonar el ministerio? No quedan muy claras las consecuencias de aquella primera alteración del tiempo. Ni rastro del efecto mariposa en la trama. Falta minuciosidad en estos viajes, cómo sí la hubo en los diferentes intentos para rescatar de Torquemada al creador del libro de las puertas. Falta clarificación, al menos para televidentes zopencos que, como yo, no acabamos de verlo claro.
Quizá por eso, y por remiendos como la apresurada incriminación de Irene (Cayetana Guillén Cuervo ha tomado la mejor decisión de su carrera aceptando este memorable papel), el esperado final de El ministerio del tiempo ha quedado deslucido, por debajo de una media cargada de momentos gloriosos. ¿Significa que estoy siendo injusto? ¿Debería ser menos exigente por tratarse de una ficción española? Desde aquí declaro toda mi admiración por la serie, todos mis respetos por una mente, la de los hermanos Olivares, capaz de imaginar esta maravilla y, sobre todo, de llevarla a cabo. Desde aquí me declaro, a pesar de todo, ministérico.
Sin embargo, el fenómeno ha sido tan inesperado e intenso, ha creado tal estado de furor colectivo, tan merecido por otro lado, que prácticamente parece un acto de traición criticar sus puntos débiles. Y los hay, por mucho que prefiramos mirar hacia otro lado para no herir la sensibilidad de su creador, Javier Olivares, o simplemente para no recibir una plaga de unfollows en las redes sociales. Pero de la misma manera que sus guionistas merecen recibir todas las alabanzas como recompensa por su enorme trabajo, también debería agradecerse la crítica constructiva, la visión objetiva de fieles seguidores que lo único que buscamos es la mejora de la serie hacia la perfección.
El penúltimo capítulo de El ministerio del tiempo es el ejemplo perfecto de hasta qué punto puede innovar nuestra ficción, haciéndose valer de la imaginación e inspirándose (que no plagiando) en el inabarcable entorno de series internacionales de calidad y renombre. Además de las evidentes producciones de ciencia ficción basadas en los viajes en el tiempo, como Doctor Who o Perdidos, Olivares y compañía también homenajean con gran criterio a títulos de impecable factura como 24 y su acción multipantalla o The good wife (no sólo con guiños a Lockhart&Gardner sino también con esa capacidad de los guionistas para trastocar el orden establecido mediante giros inesperados).
Pero de la misma forma que hay capítulos brillantes, como lo fue también el que nos desvelaba a Tomás de Torquemada como hijo de Ernesto (enorme Juan Gea), hay otros en los que ese complicadísimo tono entre el misterio, la historia, el humor y la ciencia ficción no termina de afinarse. Y el mejor exponente sea quizá el episodio del pasado lunes, con el que la serie se despedía de su audiencia hasta la próxima temporada.
Uno de los grandes logros de El ministerio del tiempo es haber rescatado la historia española de los libros de texto para el gran público. Es el inabarcable fondo del que se sirven los guiones para generar las tramas episódicas. Pero así como acontecimientos históricos han dado pie a intrigantes aventuras, como la recreación del encuentro entre Franco y Hitler, no ha ocurrido lo mismo en esta última entrega, dedicada a un lugar a priori tan interesante como la residencia de estudiantes de Madrid en 1924. Ilustres artistas como Salvador Dalí o Federico García Lorca han quedado retratados como meras caricaturas, traspasando esa complicada línea entre el humor inteligente y la parodia.
Pero más allá de la Historia en mayúsculas, del caso procedimental de cada semana, el punto fuerte de El ministerio del tiempo reside en la historia personal de sus tres protagonistas, todo un acierto de casting, y en los conflictos temporales que alteran el buen funcionamiento de este ultrasecreto departamento. A su vez, también es su talón de Aquiles. Porque si en un principio pasamos por alto algunas lagunas importantes, movidos por la emoción de una obra global que las compensaba con creces, ha sido en el desenlace, en el clímax final, cuando han emergido las dudas.
Julián pierde la oportunidad de salvarle la vida a su novia y se convierte en el nuevo causante de su muerte. Pero ¿por qué tanta carga dramática si la puerta a 2012 seguirá disponible para un nuevo intento? ¿No se suponía que la rescató del accidente cuando la llamó en el primer episodio y retrasó su salida de casa? ¿No se acostó con ella en el capítulo 7, cuando se planteaba abandonar el ministerio? No quedan muy claras las consecuencias de aquella primera alteración del tiempo. Ni rastro del efecto mariposa en la trama. Falta minuciosidad en estos viajes, cómo sí la hubo en los diferentes intentos para rescatar de Torquemada al creador del libro de las puertas. Falta clarificación, al menos para televidentes zopencos que, como yo, no acabamos de verlo claro.
Quizá por eso, y por remiendos como la apresurada incriminación de Irene (Cayetana Guillén Cuervo ha tomado la mejor decisión de su carrera aceptando este memorable papel), el esperado final de El ministerio del tiempo ha quedado deslucido, por debajo de una media cargada de momentos gloriosos. ¿Significa que estoy siendo injusto? ¿Debería ser menos exigente por tratarse de una ficción española? Desde aquí declaro toda mi admiración por la serie, todos mis respetos por una mente, la de los hermanos Olivares, capaz de imaginar esta maravilla y, sobre todo, de llevarla a cabo. Desde aquí me declaro, a pesar de todo, ministérico.
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jesn