Amorrada todo el santo día a un cigarrillo, hace su segunda aparición Carmina Barrios, la matriarca por antonomasia de este país de arrebatos y picaresca, la versión ibérica de la mamma siciliana, la incómoda visión que muchos preferirían ocultar tras una imagen de modernidad y opulencia que ya se ha demostrado irreal. Paco León lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a colocar a su poderosa madre ante las cámaras para restregarnos los orígenes que para bien y para mal mejor definen a esta España nuestra. Y ante la evidencia sólo cabe rendirse a los pies de esta lideresa de barrio o salir huyendo como de la peste. No hay término medio.
Luisma además no es nada tonto y para los que ya lo esperaban espadas en alto con acusaciones de exprimir la fórmula hasta el agotamiento les brinda un punto y final que cierra la puerta a un lucrativo negocio. Carmina y amén. La saga reducida a un díptico cuya segunda parte no sólo mantiene los niveles de humor e hipercostumbrismo de la primera entrega sino que incluso los supera.
La gran Carmina cede el protagonismo a su entorno, la mejor manera de ahondar en sus miserias y virtudes. A pesar de que la trama comienza con la muerte de su marido, el fallecimiento de un personaje clave en la vida de esta sevillana supone la entrada de aire fresco a la trama, desde el hijo ultraviolento al que sólo conviene llamar cuando hay que recurrir a la fuerza hasta ese impagable grupo de vecinas que guarda luto mientras debate sobre el cannabis o la reina Sofía, siempre que no irrumpa un varón y se contenga el festín.
Carmina y amén sofistica la forma, deja atrás los visos de falso documental, pero no el tono. Su protagonista sigue siendo una señorona de extrarradio con sangre caliente y lengua desbocada. No es de extrañar, por tanto, que de su boca salgan sentencias de tan dudosa finura como “Te meto una patá en tó el coño y me dejo el zapato dentro”. Absténganse por tanto los vulgarofóbicos, porque en los diálogos de esta cinta no hay lugar para sutilezas. Tampoco para el mal gusto. Lo que para muchos supondrá un nuevo culto a la ordinariez para otros conformará uno de los retratos sociales mejor perfilados y menos artificiosos que ha sabido representar nuestro cine.
Para la posteridad quedará esa extraordinaria representación del gracejo andaluz, ese arrollador ímpetu de Carmina que amilana tanto a vecinas abusivas como a sus maridos armados, esa conversación hilarante sobre coños con la catalana, el mejor personaje que ha sabido encarnar la insuperable Yolanda Ramos tras el de María Teresa Campos. Pero no sólo de comedia tira Paco León, y aunque algunas de las reflexiones sobre la crisis entran con calzador, sorprende también la fidedigna estampa que logra la cinta sobre toda una generación de mujeres, las que renunciaron a sus sueños por las convenciones de una época.
Es fácil menospreciar una película como Carmina y amén. Representa lo más burdo y zafio de esta sociedad. Pero también lo más auténtico y entrañable. Lo que es más complicado de valorar es la dificultad del experimento. Lejos de parodiar con un sentido del humor cafre, al más puro estilo Torrente, la cinta alcanza cotas de autenticidad jamás filmadas. No es tarea sencilla descubrir a una Carmina Barrios, capaz de traspasar la pantalla sin que parezca existir un guión de por medio. Así que un respeto por la matriarca. Porque yo creo en Carmina.
Luisma además no es nada tonto y para los que ya lo esperaban espadas en alto con acusaciones de exprimir la fórmula hasta el agotamiento les brinda un punto y final que cierra la puerta a un lucrativo negocio. Carmina y amén. La saga reducida a un díptico cuya segunda parte no sólo mantiene los niveles de humor e hipercostumbrismo de la primera entrega sino que incluso los supera.
La gran Carmina cede el protagonismo a su entorno, la mejor manera de ahondar en sus miserias y virtudes. A pesar de que la trama comienza con la muerte de su marido, el fallecimiento de un personaje clave en la vida de esta sevillana supone la entrada de aire fresco a la trama, desde el hijo ultraviolento al que sólo conviene llamar cuando hay que recurrir a la fuerza hasta ese impagable grupo de vecinas que guarda luto mientras debate sobre el cannabis o la reina Sofía, siempre que no irrumpa un varón y se contenga el festín.
Carmina y amén sofistica la forma, deja atrás los visos de falso documental, pero no el tono. Su protagonista sigue siendo una señorona de extrarradio con sangre caliente y lengua desbocada. No es de extrañar, por tanto, que de su boca salgan sentencias de tan dudosa finura como “Te meto una patá en tó el coño y me dejo el zapato dentro”. Absténganse por tanto los vulgarofóbicos, porque en los diálogos de esta cinta no hay lugar para sutilezas. Tampoco para el mal gusto. Lo que para muchos supondrá un nuevo culto a la ordinariez para otros conformará uno de los retratos sociales mejor perfilados y menos artificiosos que ha sabido representar nuestro cine.
Para la posteridad quedará esa extraordinaria representación del gracejo andaluz, ese arrollador ímpetu de Carmina que amilana tanto a vecinas abusivas como a sus maridos armados, esa conversación hilarante sobre coños con la catalana, el mejor personaje que ha sabido encarnar la insuperable Yolanda Ramos tras el de María Teresa Campos. Pero no sólo de comedia tira Paco León, y aunque algunas de las reflexiones sobre la crisis entran con calzador, sorprende también la fidedigna estampa que logra la cinta sobre toda una generación de mujeres, las que renunciaron a sus sueños por las convenciones de una época.
Es fácil menospreciar una película como Carmina y amén. Representa lo más burdo y zafio de esta sociedad. Pero también lo más auténtico y entrañable. Lo que es más complicado de valorar es la dificultad del experimento. Lejos de parodiar con un sentido del humor cafre, al más puro estilo Torrente, la cinta alcanza cotas de autenticidad jamás filmadas. No es tarea sencilla descubrir a una Carmina Barrios, capaz de traspasar la pantalla sin que parezca existir un guión de por medio. Así que un respeto por la matriarca. Porque yo creo en Carmina.
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