
El argumento es bien simple. Una mujer pone a prueba la fidelidad de su marido contratando a una prostituta para que lo seduzca. Con el paso de los años, la relación se ha enfriado y las inseguridades, las sospechas, han aflorado. Pero la obsesión de la doctora Catherine por corroborar sus temores termina jugando en su contra. La ceguera en la que se ha sumergido nubla su realidad hasta tal punto que desquita los celos con una inesperada relación lésbica. El matrimonio, con el tiempo, se ha vuelto una tortura.

Atom Egoyan, el director de la película, opta en cambio por el camino intermedio. Evidentemente, la escena de cama entre Moore y Amanda Seyfried, publicitada como es debido, termina produciéndose por fin a mitad del metraje, tras un arranque demasiado sosegado. Pero tras el momento erótico cumbre, el filme da un vuelco final y de forma un tanto precipitada hacia el thriller, con un giro muy poco inesperado. El espectador termina, por tanto, con una sensación de frialdad e insatisfacción. Ni las escenas de sexo elevan termómetros y demás aparatos ni la resolución final acaba de sorprender.

A pesar de que la prostituta es la que da nombre al filme, el personaje no recibe el tratamiento que merecería una protagonista. Apenas sabemos sus motivaciones, sus inquietudes y, al final de la cinta, se nos convierte de repente en una caricatura irreconocible. Y es una lástima, porque si de Julianne Morre y de Liam Neeson ya esperábamos una buena interpretación, de la joven de Mamma mia (rodada posteriormente a Chloe, por cierto) obtenemos una grata sorpresa. Tres talentos desaprovechados y al servicio de una historia a medio gas.
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