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Cuando se tambalean los cimientos

Sobre el hombre pesa una enorme responsabilidad dentro del imaginario familiar. La sociedad le presupone unos atributos –protección, entereza, valor- ante los cuáles sólo cabe responder sacando pecho. Sin flaquezas. Derrochando hombría. Rara vez se invierten los papeles. Todavía hoy, el sexo masculino sigue acatando por imperativo social un rol que enaltece su virilidad, que enorgullece su propio ego. Pero, ¿qué ocurre cuando el varón no responde a los cánones preestablecidos, cuando se muestra incapaz de asumir esa carga de seguridad y de estabilidad emocional en la pareja?
 
Es la hipotética situación que materializa el sueco Ruben Östlund en Fuerza mayor y que incluso en pantalla resulta inaceptable. ¡Un hombre abandona a su mujer y a sus hijos pequeños para refugiarse de un alud! Inadmisible. Intolerable. Bochornoso. Cobarde. Resulta casi instintivo ponerse en la piel de la pobre y afligida esposa, víctima de un marido que, ante una situación de emergencia, reacciona a la contra, poniendo en entredicho sus sentimientos y desestabilizando por completo la estructura de su hogar. Un refugio donde el derrumbamiento no es opción para hombres.

La cinta plantea un debate en platea que todos y cada uno de los personajes van desmigajando durante el metraje. Los hay que lo verbalizan directamente –como la propia afectada-; los que prefieren ocultarlo –evidentemente, el marido-; los que desenfundan las excusas –como el esforzado amigo- y, mucho más interesante, los que exteriorizan sin mediar palabra. En la figura de los dos pequeños, con un instinto inmejorable para interpretar la realidad, y del señor de mantenimiento del hotel, con esa mirada condenatoria, se ejemplifica perfectamente el gusto del director por los detalles.

Porque Fuerza mayor no es una película en la que un hecho en principio banal desencadena un desenfrenado conflicto verbal –como ocurre, por ejemplo, en Un dios salvaje, de Polanski- o una batería de inesperadas reacciones –como en la serie The slap-. Aquí los acontecimientos se suceden a ritmo de quitanieves y de Vivaldi, con la misma mirada hipnótica con la que uno observa descender los copos de nieve. Con un halo de misterio que vaticina tragedia, planos asépticos y fijos que marcan distancia, que sugieren más clímax de los que la cinta finalmente proporciona.

De ahí que cuando estallan los sentimientos, en uno de los pocos arranques del filme, la escena resulte un poco chocante, incluso grotesca. Tantos esfuerzos visuales para recrear un contexto gélido y claustrofóbico, con magníficos planos a vista de esquí o entre la niebla, deberían haberse invertido también en la construcción de un protagonista que, finalizado el metraje, todavía desconocemos si merece nuestra empatía o todo nuestro desprecio. Desconcertante planteamiento sobre el que el director prefiere no adoctrinar.

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