Se esfuerza Roland Emmerich, director de este engendro, en resaltar que a él no le manda Hollywood sino que son los estudios los que corren tras él. Lo que no matiza este virtuoso en catástrofes, y no sólo naturales, es que ninguno de los tiburones de la industria del entretenimiento le proporcionaría un solo dólar de no ser porque tiene más en mente los beneficios que cualquiera de ellos. Y es que ni un ejército de guionistas trabajando a destajo para las grandes majors sería capaz de maquinar productos tan retorcidos, pero capaces de generar tantas ganancias, como los que este hombre ha desembuchado sin apenas pestañear.
Presten atención. Independence Day, Godzilla, El día de mañana, 10.000, 2012. No es de extrañar que al señor se le agoten las ideas, porque con semejante currículum parece imposible pensar en nuevas barbaridades. Como la imaginación, y el dinero, no tienen límites, estamos convencidos de que ya guarda un nuevo as bajo la manga para reventar de nuevo las taquillas de medio mundo. De momento, ya puede contar para su próxima película con un presupuesto a su medida, tras los excelentes resultados de este popurrí catastrófico que ha logrado recaudar más de 150 millones de euros en su primer fin de semana.
Todo en 2012 es desmesurado, empezando por su metraje, que sobrepasa los 150 minutos. Aunque esas dos horas y media pasan relativamente rápido, uno no deja de preguntarse en qué ha invertido Emmerich los 134 millones de euros que ha costado el invento. Los efectos especiales son de vértigo, al servicio de una ida de olla en forma de destrucción planetaria, pero quedan desaprovechados al concentrarse únicamente en unas cuantas escenas adrenalínicas. El resto de la cinta la nutre el director con una interminable introducción cargada de expectativas que luego no logrará satisfacer y con diálogos entre personajes que jamás lograrán alcanzar la empatía del espectador.
Puestos a liarla parda, el alemán se ha quedado corto y sólo en dos escenas consigue mantener la tensión al máximo nivel sin resultar predecible o demasiado artificial. La primera tiene lugar cuando la gravedad persigue a los protagonistas en una carrera sin aliento en limusina. La segunda tiene como fondo el parque de Yellowstone, convertido por orden y gracia de los efectos digitales en un volcán de dimensiones colosales. El resto de catástrofes quedan en un segundo plano, casi anecdótico, hasta alcanzar el clímax final en el Tíbet, donde las imágenes tan descaradamente virtuales trasladan el filme a la irrealidad de un videojuego.
De ahí que esta suma de películas de género catastrófico resulte insatisfactoria. Puede que en Volcano contaran con un presupuesto diez veces inferior, pero al menos las rocas expulsadas por la erupción no parecían misiles lanzados por una nave espacial. Seguro que los movimientos de tierra en la Terremoto de hace 30 años han quedado desfasados, pero no serían tan cachondos como los que tan oportunamente aparecen en esta película. Sabemos que Poseidón era mala de narices, pero como mínimo tenían la decencia de no sumergir a un niño de diez años más de dos minutos bajo el agua. Y por supuesto, la destrucción de carreteras y autopistas queda más lograda en manos de Spielberg y su Guerra de los mundos, a la que también ha querido homenajear Emmerich calcando la relación del protagonista con su mujer e hijos. Sólo le ha faltado, eso sí, incluir un huracán a lo Twister.
Una credibilidad que, en definitiva, hace aguas por todos lados, aunque obviamente el realismo no sea el fin perseguido. Pero si a los efectos visuales le sumamos las flaquezas del guión, con final simplista incluido, y unas interpretaciones en las que sólo termina destacando un perrito caniche (la elección de John Cusack como héroe es imperdonable) obtendremos como resultado 2012. Una cinta que no llega a los mínimos exigibles de un blockbuster que se precie y ni tan siquiera a los estándares de un director como Roland Emmerich. Aunque eso no importa. El tío, y toda la maquinaria propagandística que lleva detrás, conseguirá que nos sigamos tragando de forma compulsiva todas y cada una de sus locuras.
Presten atención. Independence Day, Godzilla, El día de mañana, 10.000, 2012. No es de extrañar que al señor se le agoten las ideas, porque con semejante currículum parece imposible pensar en nuevas barbaridades. Como la imaginación, y el dinero, no tienen límites, estamos convencidos de que ya guarda un nuevo as bajo la manga para reventar de nuevo las taquillas de medio mundo. De momento, ya puede contar para su próxima película con un presupuesto a su medida, tras los excelentes resultados de este popurrí catastrófico que ha logrado recaudar más de 150 millones de euros en su primer fin de semana.
Todo en 2012 es desmesurado, empezando por su metraje, que sobrepasa los 150 minutos. Aunque esas dos horas y media pasan relativamente rápido, uno no deja de preguntarse en qué ha invertido Emmerich los 134 millones de euros que ha costado el invento. Los efectos especiales son de vértigo, al servicio de una ida de olla en forma de destrucción planetaria, pero quedan desaprovechados al concentrarse únicamente en unas cuantas escenas adrenalínicas. El resto de la cinta la nutre el director con una interminable introducción cargada de expectativas que luego no logrará satisfacer y con diálogos entre personajes que jamás lograrán alcanzar la empatía del espectador.
Puestos a liarla parda, el alemán se ha quedado corto y sólo en dos escenas consigue mantener la tensión al máximo nivel sin resultar predecible o demasiado artificial. La primera tiene lugar cuando la gravedad persigue a los protagonistas en una carrera sin aliento en limusina. La segunda tiene como fondo el parque de Yellowstone, convertido por orden y gracia de los efectos digitales en un volcán de dimensiones colosales. El resto de catástrofes quedan en un segundo plano, casi anecdótico, hasta alcanzar el clímax final en el Tíbet, donde las imágenes tan descaradamente virtuales trasladan el filme a la irrealidad de un videojuego.
De ahí que esta suma de películas de género catastrófico resulte insatisfactoria. Puede que en Volcano contaran con un presupuesto diez veces inferior, pero al menos las rocas expulsadas por la erupción no parecían misiles lanzados por una nave espacial. Seguro que los movimientos de tierra en la Terremoto de hace 30 años han quedado desfasados, pero no serían tan cachondos como los que tan oportunamente aparecen en esta película. Sabemos que Poseidón era mala de narices, pero como mínimo tenían la decencia de no sumergir a un niño de diez años más de dos minutos bajo el agua. Y por supuesto, la destrucción de carreteras y autopistas queda más lograda en manos de Spielberg y su Guerra de los mundos, a la que también ha querido homenajear Emmerich calcando la relación del protagonista con su mujer e hijos. Sólo le ha faltado, eso sí, incluir un huracán a lo Twister.
Una credibilidad que, en definitiva, hace aguas por todos lados, aunque obviamente el realismo no sea el fin perseguido. Pero si a los efectos visuales le sumamos las flaquezas del guión, con final simplista incluido, y unas interpretaciones en las que sólo termina destacando un perrito caniche (la elección de John Cusack como héroe es imperdonable) obtendremos como resultado 2012. Una cinta que no llega a los mínimos exigibles de un blockbuster que se precie y ni tan siquiera a los estándares de un director como Roland Emmerich. Aunque eso no importa. El tío, y toda la maquinaria propagandística que lleva detrás, conseguirá que nos sigamos tragando de forma compulsiva todas y cada una de sus locuras.
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