Suecia y los vampiros viven su mejor momento. La primera, gracias al éxito literario interrumpido, y generado a la vez, tras la muerte de su autor, el periodista Stieg Larsson. Millennium ha situado al país escandinavo en el epicentro de la novela negra, desbancando al mismísimo Ikea en el ranking de tópicos suecos de nuestro imaginario colectivo. Los segundos, los chupasangres, también viven su máximo esplendor en la cultura popular gracias a otros fenómenos que han logrado trascender más allá de la literatura. Stephanie Meyer ha convertido su saga vampírica en objeto de deseo de los adolescentes de medio planeta, mientras Charlaine Harris y Sookie Stackhouse cautivaban a Alan Ball y la HBO para producir una de las series revelación de la temporada, True Blood.
Ajeno a estos fenómenos de masas, el director Tomas Alfredson estrenaba sin apenas ruido Déjame entrar, un filme que, a pesar de incorporar los dos requisitos indispensables para triunfar en la actualidad, no ha logrado hacerse un hueco en nuestra taquilla. Su película plantea la relación entre un niño de 12 años y una vampira de su misma edad recién llegada al barrio. El argumento se asemeja de manera extraordinaria al de Crepúsculo, el primero de los taquillazos surgidos de la factoría Meyer, sin embargo de bien seguro que la manera de proceder de ambos filmes es tan diametralmente opuesta como lo habrá sido la respuesta del público.
Alterando el orden lógico, conviene empezar por el desenlace de la película para poder argumentar sus excelencias. Y es que las dos escenas finales de Déjame entrar son las que desplazan al filme hacia el sobresaliente. En primer lugar, el plano sumergido bajo el agua de una piscina y en el que se suceden una serie de acontecimientos que a más de un amante del cine gore habrá dejado insatisfecho. En segundo término, las imágenes finales, en las que el código morse que la pareja iba aprendiendo a lo largo del metraje cobra todo su sentido. El mejor broche final para una cinta que prefiere los detalles a los efectos especiales.
Desde el arranque hasta su espléndido final, la película demuestra su preferencia por crear una atmósfera de ternura y sordidez que sólo un paisaje gélido como el del barrio de Estocolmo en el que está ambientada podría proporcionar. Con un ritmo pausado, Alfredson renuncia a los trucos efectistas del género para ofrecer un enfoque distinto pero igualmente impactante. El terror no viene dado tanto por la explicitud de las imágenes sino por el riesgo y la sorpresa de determinados planos. A los mencionados del desenlace, se les suman otros como la escalada de la joven vampira por la fachada del hospital, el particular degollamiento de las víctimas o el angustioso ataque de unos gatos a una recién convertida.
Pero no sólo de terror se compone esta obra. Los dos personajes principales, fruto de un casting perfecto, despiertan la ternura indispensable para dotar de una gran sensibilidad a la película. Ambos son extraños en su mundo destinados a entenderse. Uno, ultrajado por sus compañeros de clase y condenado a resignarse. La otra, muerta viviente y esclava de su alimento. El introvertido mundo en el que se encuentran encerrados se hace un poquito más grande cuando se cruzan sus caminos. Una peculiar historia de amor bastante alejada de los manidos enredos de instituto.
Suecia, de la mano del desconocido Tomas Alfredson, logra una vez más reconceptualizar una fórmula ya establecida. De la misma forma que Larsson ha logrado resucitar para el gran público un género literario y que el multimillonario Ingvar Kamprad ha revolucionado el sector del mueble doméstico, puede que Déjame entrar signifique el comienzo de un nuevo resurgir del género de terror. Vistos los resultados, esperemos que Suecia siga dando de que hablar.
Ajeno a estos fenómenos de masas, el director Tomas Alfredson estrenaba sin apenas ruido Déjame entrar, un filme que, a pesar de incorporar los dos requisitos indispensables para triunfar en la actualidad, no ha logrado hacerse un hueco en nuestra taquilla. Su película plantea la relación entre un niño de 12 años y una vampira de su misma edad recién llegada al barrio. El argumento se asemeja de manera extraordinaria al de Crepúsculo, el primero de los taquillazos surgidos de la factoría Meyer, sin embargo de bien seguro que la manera de proceder de ambos filmes es tan diametralmente opuesta como lo habrá sido la respuesta del público.
Alterando el orden lógico, conviene empezar por el desenlace de la película para poder argumentar sus excelencias. Y es que las dos escenas finales de Déjame entrar son las que desplazan al filme hacia el sobresaliente. En primer lugar, el plano sumergido bajo el agua de una piscina y en el que se suceden una serie de acontecimientos que a más de un amante del cine gore habrá dejado insatisfecho. En segundo término, las imágenes finales, en las que el código morse que la pareja iba aprendiendo a lo largo del metraje cobra todo su sentido. El mejor broche final para una cinta que prefiere los detalles a los efectos especiales.
Desde el arranque hasta su espléndido final, la película demuestra su preferencia por crear una atmósfera de ternura y sordidez que sólo un paisaje gélido como el del barrio de Estocolmo en el que está ambientada podría proporcionar. Con un ritmo pausado, Alfredson renuncia a los trucos efectistas del género para ofrecer un enfoque distinto pero igualmente impactante. El terror no viene dado tanto por la explicitud de las imágenes sino por el riesgo y la sorpresa de determinados planos. A los mencionados del desenlace, se les suman otros como la escalada de la joven vampira por la fachada del hospital, el particular degollamiento de las víctimas o el angustioso ataque de unos gatos a una recién convertida.
Pero no sólo de terror se compone esta obra. Los dos personajes principales, fruto de un casting perfecto, despiertan la ternura indispensable para dotar de una gran sensibilidad a la película. Ambos son extraños en su mundo destinados a entenderse. Uno, ultrajado por sus compañeros de clase y condenado a resignarse. La otra, muerta viviente y esclava de su alimento. El introvertido mundo en el que se encuentran encerrados se hace un poquito más grande cuando se cruzan sus caminos. Una peculiar historia de amor bastante alejada de los manidos enredos de instituto.
Suecia, de la mano del desconocido Tomas Alfredson, logra una vez más reconceptualizar una fórmula ya establecida. De la misma forma que Larsson ha logrado resucitar para el gran público un género literario y que el multimillonario Ingvar Kamprad ha revolucionado el sector del mueble doméstico, puede que Déjame entrar signifique el comienzo de un nuevo resurgir del género de terror. Vistos los resultados, esperemos que Suecia siga dando de que hablar.
Comentarios
Te leo, Pol.