My blueberry nights ha llegado con escandaloso retraso a nuestras pantallas, lo que suele implicar dos cosas: que la distribuidora no confiaba para nada en la película y que los espectadores no la situaremos precisamente entre las más vistas. Si en algunos casos es lo que se merecen productos de medio pelo, en éste resulta de lo más injusto. El último filme del tan particular director Wong Kar-Wai merece destacar en taquilla por múltiples motivos.
El primero, y más importante para mí, es que Norah Jones, además de regalarme siempre los oídos con su música, logra también regalar la vista del espectador con su primera y más que decente interpretación de toda una protagonista. Era mi principal inquietud con My blueberry nights y, desde luego, la cantante supera con nota su papel de una Elizabeth en busca del destino. Desde luego, no es la que más destaca en pantalla. Es más, sus compañeros de reparto se la comen con patatas. Pero se trata, sin duda, de un excelente debut ante las cámaras.
Después de un inicio en el que destaca más la belleza formal de los planos que la trama, en el que predomina la filosofía, en algunos casos barata, sobre la vida y sobre el amor y en el que, sobre todo, abundan minutos innecesarios, la película traslada la acción a otros derroteros mucho más interesantes. Tras recibir un mazazo amoroso y dejar en ascuas a Jeremy, el propietario de un bar neoyorquino en el que siempre sobra la tarta de arándanos (Jude Law), Elizabeth decide embarcarse en un viaje sin rumbo fijo, sin meta alguna y sin destino.
El azar la empujará a Memphis, donde compaginará los empleos de camarera de día y camarera de noche. Una esclavitud bien acogida que le permite no tener tiempo ni para pensar en las penas. Detrás de la barra nocturna conocerá a un policía refugiado en la bebida y otra oscura noche, tras el tintineo de la puerta del bar, aparecerá el motivo de su desgracia. Una exuberante Rachel Weisz encarna a su desorientada exmujer, que sufre las consecuencias del afán posesivo de su marido y de la atmósfera asfixiante de un pueblo que le queda pequeño. Elizabeth contempla desde fuera el espectáculo y mantiene su contacto con Jeremy a través de postales sin remitente, mientras el chico va desgastando las páginas de la guía telefónica en busca de su flechazo.
El siguiente destino de nuestra protagonista se encuentra en Nevada, donde también ejercerá de camarera en un casino de carretera. Allí la historia alcanza su clímax gracias a una irreconocible, tanto física como interpretativamente, Natalie Portman al más puro estilo Sharon Stone. La actriz abandona la inocencia a la que nos tiene acostumbrados para interpretar a una mujer con coraza de tipa dura. Su adicción al póquer y su personalidad arrolladora conducirán a Elizabeth hacia el significado de su viaje, que termina justo donde comenzó, en un pequeño bar de Nueva York.
Su dueño, Jeremy, mantiene desde la noche en que Elizabeth se marchó un reservado con una cuchara a punto para que su amada, en caso de volver, saboree esa tarta de arándanos cuyo destino no es otro que el cubo de la basura. La noche en que por fin no sobra ni un pedazo de pastel se produce el plano más bello de toda la película. Sin artificiosidad, sin florituras, sin ralentizaciones. Un plano sencillo pero con mucho sentimiento que debería hacer reflexionar a su director.
La grandilocuencia y la excesiva trascendencia con las que Wong Kar-Wai suele tratar un tema tan universal como el amor y la búsqueda forzada de la belleza visual a base de planos imposibles se ven superadas por la sencillez de un beso en ángulo cenital. Aquello que con tanto ahínco busca transmitir, con rebuscadas imágenes y frases lapidarias, únicamente logra traspasarlo al espectador con un sencillo plano. Quizá será que en la sencillez está el truco para despertar sentimientos y, sobre todo, para convertir un buen filme en un filme redondo.
El primero, y más importante para mí, es que Norah Jones, además de regalarme siempre los oídos con su música, logra también regalar la vista del espectador con su primera y más que decente interpretación de toda una protagonista. Era mi principal inquietud con My blueberry nights y, desde luego, la cantante supera con nota su papel de una Elizabeth en busca del destino. Desde luego, no es la que más destaca en pantalla. Es más, sus compañeros de reparto se la comen con patatas. Pero se trata, sin duda, de un excelente debut ante las cámaras.
Después de un inicio en el que destaca más la belleza formal de los planos que la trama, en el que predomina la filosofía, en algunos casos barata, sobre la vida y sobre el amor y en el que, sobre todo, abundan minutos innecesarios, la película traslada la acción a otros derroteros mucho más interesantes. Tras recibir un mazazo amoroso y dejar en ascuas a Jeremy, el propietario de un bar neoyorquino en el que siempre sobra la tarta de arándanos (Jude Law), Elizabeth decide embarcarse en un viaje sin rumbo fijo, sin meta alguna y sin destino.
El azar la empujará a Memphis, donde compaginará los empleos de camarera de día y camarera de noche. Una esclavitud bien acogida que le permite no tener tiempo ni para pensar en las penas. Detrás de la barra nocturna conocerá a un policía refugiado en la bebida y otra oscura noche, tras el tintineo de la puerta del bar, aparecerá el motivo de su desgracia. Una exuberante Rachel Weisz encarna a su desorientada exmujer, que sufre las consecuencias del afán posesivo de su marido y de la atmósfera asfixiante de un pueblo que le queda pequeño. Elizabeth contempla desde fuera el espectáculo y mantiene su contacto con Jeremy a través de postales sin remitente, mientras el chico va desgastando las páginas de la guía telefónica en busca de su flechazo.
El siguiente destino de nuestra protagonista se encuentra en Nevada, donde también ejercerá de camarera en un casino de carretera. Allí la historia alcanza su clímax gracias a una irreconocible, tanto física como interpretativamente, Natalie Portman al más puro estilo Sharon Stone. La actriz abandona la inocencia a la que nos tiene acostumbrados para interpretar a una mujer con coraza de tipa dura. Su adicción al póquer y su personalidad arrolladora conducirán a Elizabeth hacia el significado de su viaje, que termina justo donde comenzó, en un pequeño bar de Nueva York.
Su dueño, Jeremy, mantiene desde la noche en que Elizabeth se marchó un reservado con una cuchara a punto para que su amada, en caso de volver, saboree esa tarta de arándanos cuyo destino no es otro que el cubo de la basura. La noche en que por fin no sobra ni un pedazo de pastel se produce el plano más bello de toda la película. Sin artificiosidad, sin florituras, sin ralentizaciones. Un plano sencillo pero con mucho sentimiento que debería hacer reflexionar a su director.
La grandilocuencia y la excesiva trascendencia con las que Wong Kar-Wai suele tratar un tema tan universal como el amor y la búsqueda forzada de la belleza visual a base de planos imposibles se ven superadas por la sencillez de un beso en ángulo cenital. Aquello que con tanto ahínco busca transmitir, con rebuscadas imágenes y frases lapidarias, únicamente logra traspasarlo al espectador con un sencillo plano. Quizá será que en la sencillez está el truco para despertar sentimientos y, sobre todo, para convertir un buen filme en un filme redondo.
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