Baz Luhrmann se ha tomado su tiempo para regresar a la gran pantalla. Siete años después de Moulin rouge, el director australiano ha querido rendir homenaje a su tierra con una gran superproducción de tintes épicos. Sin embargo, siete años son demasiados como para que el realizador no decidiera hasta última hora el final de su historia. Luhrmann rodó siete desenlaces distintos y finalmente escogió uno de los más trágicos. Las críticas negativas de esos atentados contra el arte llamados pases previos provocaron que a última hora se optara, 48 horas antes de su estreno oficial en Sydney, por un happy end que contentara a todos los públicos. A todos, quizá, menos al propio Baz, que con sus dos obras previas denota una predilección mayor por las grandes tragedias románticas.
Luhrmann es un autor de ideas fijas. Primera prueba de ello la encontramos en sus castings, en los que suele repetir actores de nacionalidad preferentemente autóctona. Nicole Kidman y su segundo papel como protagonista son el mejor ejemplo de este criterio más patriótico que artístico, pero no el único. David Wenham, el malo malísimo de Australia (otro arquetipo del gusto de Baz que parece calcado al malo malísimo de Moulin Rouge), aparece también en el musical encarnando a un travesti. En todo caso, los dos protagonistas de Australia, evidentemente australianos, pasan el examen con un aprobado raspadito. Tanto Hugh Jackman como la propia Kidman pecan de excentricidad y sobreactuación, seguramente por culpa de unos papeles tan desdibujados y planos.
La magnificencia es otra de las manías de Luhrmann, que suele revestir las historias de amor con exagerada grandilocuencia, para algunos, o puro romanticismo, para otros. De ahí que tomara prestada en su momento la obra magna de Shakespeare, para dotarla, por si no fuera suficiente, de tintes más dramáticos. O que llevara hasta el extremo la historia de amor entre un joven escritor bohemio y una cortesana en el molino rojo parisino.
En esta ocasión, el amor se ha trasladado directamente a tierras australianas en época prebélica mundial. Y sus a priori antagónicos protagonistas son esta vez la encorsetada aristócrata inglesa Sarah Ashley y el apuesto vaquero autóctono Drover. El telón de fondo de su cortejo es Faraway, una finca en números rojos por culpa de un capataz sin escrúpulos. La llegada de la señora Ashley trastocará el destino de todos, incluido un joven aborigen perteneciente a la generación de los niños robados.
El inicio del largometraje no puede ser menos prometedor. La llegada de Sarah al muelle de la ciudad de Darling y su encuentro con el vaquero Drover conforman una de las escenas más penosas del filme. El espectador, totalmente desorientado, no sabe si se encuentra ante una parodia o ante una comedia, para luego descubrir que la película no evolucionará ni hacia la una ni hacia la otra. Australia desembocará en un drama romántico en toda regla, algo que también sucedió nuevamente con Moulin Rouge, cuyo inicio también resulta bastante desalentador. El filme, por tanto, comienza con escasa credibilidad.
El empeño del director australiano por las técnicas del videoclip, con planos frenéticos y panorámicas astronómicas, otorgaron a Romeo y Julieta un cariz original, aunque discutible, y jugaron un papel determinante en Moulin Rouge, convirtiéndola en una obra maestra dentro del género musical. Sin embargo, esas vistas aéreas a lo Guerra de las galaxias sobre el rancho de Faraway o la rapidez de los planos en determinados momentos no juegan a favor de una película que requiere de un ritmo más sosegado para ganar seriedad. Solamente una escena merece mención por su complejidad técnica: la de una trepidante estampida protagonizada por 1.500 cabezas de ganado de camino al desierto.
Por lo demás, el batiburrillo que conforman la llegada de los japoneses, la defensa de los derechos de los aborígenes, los planos espirituales del abuelo, la codicia del imperio Carney, el amor entre los protagonistas, la desigualdad entre clases, el sentimiento maternal de Sarah y tantas otras cosas resulta absolutamente descompensado. Pero no caótico, de forma que Australia ofrece al espectador ávido de grandes historias lo que esperaba: acción, acción y más acción. Lástima que el espectador sea el responsable, incluso, de determinar un desenlace hecho a medida. Los finales trágicos son, además de imprevisibles, mucho más románticos.
Luhrmann es un autor de ideas fijas. Primera prueba de ello la encontramos en sus castings, en los que suele repetir actores de nacionalidad preferentemente autóctona. Nicole Kidman y su segundo papel como protagonista son el mejor ejemplo de este criterio más patriótico que artístico, pero no el único. David Wenham, el malo malísimo de Australia (otro arquetipo del gusto de Baz que parece calcado al malo malísimo de Moulin Rouge), aparece también en el musical encarnando a un travesti. En todo caso, los dos protagonistas de Australia, evidentemente australianos, pasan el examen con un aprobado raspadito. Tanto Hugh Jackman como la propia Kidman pecan de excentricidad y sobreactuación, seguramente por culpa de unos papeles tan desdibujados y planos.
La magnificencia es otra de las manías de Luhrmann, que suele revestir las historias de amor con exagerada grandilocuencia, para algunos, o puro romanticismo, para otros. De ahí que tomara prestada en su momento la obra magna de Shakespeare, para dotarla, por si no fuera suficiente, de tintes más dramáticos. O que llevara hasta el extremo la historia de amor entre un joven escritor bohemio y una cortesana en el molino rojo parisino.
En esta ocasión, el amor se ha trasladado directamente a tierras australianas en época prebélica mundial. Y sus a priori antagónicos protagonistas son esta vez la encorsetada aristócrata inglesa Sarah Ashley y el apuesto vaquero autóctono Drover. El telón de fondo de su cortejo es Faraway, una finca en números rojos por culpa de un capataz sin escrúpulos. La llegada de la señora Ashley trastocará el destino de todos, incluido un joven aborigen perteneciente a la generación de los niños robados.
El inicio del largometraje no puede ser menos prometedor. La llegada de Sarah al muelle de la ciudad de Darling y su encuentro con el vaquero Drover conforman una de las escenas más penosas del filme. El espectador, totalmente desorientado, no sabe si se encuentra ante una parodia o ante una comedia, para luego descubrir que la película no evolucionará ni hacia la una ni hacia la otra. Australia desembocará en un drama romántico en toda regla, algo que también sucedió nuevamente con Moulin Rouge, cuyo inicio también resulta bastante desalentador. El filme, por tanto, comienza con escasa credibilidad.
El empeño del director australiano por las técnicas del videoclip, con planos frenéticos y panorámicas astronómicas, otorgaron a Romeo y Julieta un cariz original, aunque discutible, y jugaron un papel determinante en Moulin Rouge, convirtiéndola en una obra maestra dentro del género musical. Sin embargo, esas vistas aéreas a lo Guerra de las galaxias sobre el rancho de Faraway o la rapidez de los planos en determinados momentos no juegan a favor de una película que requiere de un ritmo más sosegado para ganar seriedad. Solamente una escena merece mención por su complejidad técnica: la de una trepidante estampida protagonizada por 1.500 cabezas de ganado de camino al desierto.
Por lo demás, el batiburrillo que conforman la llegada de los japoneses, la defensa de los derechos de los aborígenes, los planos espirituales del abuelo, la codicia del imperio Carney, el amor entre los protagonistas, la desigualdad entre clases, el sentimiento maternal de Sarah y tantas otras cosas resulta absolutamente descompensado. Pero no caótico, de forma que Australia ofrece al espectador ávido de grandes historias lo que esperaba: acción, acción y más acción. Lástima que el espectador sea el responsable, incluso, de determinar un desenlace hecho a medida. Los finales trágicos son, además de imprevisibles, mucho más románticos.
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