
¿Puedes negar que esto es una piedra?, le pregunta el pupilo al profesor señalando un pedrusco en mitad de la calle. El espectador, entre tanto, se cuestiona la utilidad de tales reflexiones en una trama que finalmente queda absolutamente alejada de cualquier razonamiento filosófico. Al final, los hechos dan la razón al joven alumno y en la batalla entre filosofía e investigación criminal sale claramente vencedora esta última. La verdad se puede demostrar.
El problema viene cuando esa verdad, en este caso ficticia, resulta de lo más inverosímil. La explicación de los hechos que propiciaron los crímenes de Oxford es tan decepcionante como las pistas que nos van acercando a ella, hasta el punto que cualquier resolución de Jessica Fletcher en Se ha escrito un crimen parece más convincente que el rocambolesco desenlace que nos ofrece este flojo guión.

El auténtico esfuerzo del director vasco lo encontramos en la belleza formal de determinados planos de la película. La influencia de Hitchcock es palpable desde el momento en que entra en escena el recurso al que dio vida el maestro inglés. Mediante un destacable plano secuencia a través de las calles de Oxford y el cruce entre determinados personajes, De la Iglesia nos descubre el primero de los asesinatos. Este complejo ejercicio supone el punto álgido de un filme que en lo estético poco más tiene que ofrecer.

La curiosa mezcla entre crimen y filosofía habría sido más efectiva si el final nos hubiera deparado algún que otro interrogante en forma de reflexión. Sin embargo, el cóctel acaba jugando en contra de la trama. Ni la investigación del caso genera intriga ni los incesantes diálogos conducen a pensar sobre la existencia o no de la verdad. Más allá de las matemáticas, existe una realidad incontestable para el espectador: Los crímenes de Oxford es pura convención.
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