‘Menos Franco y más pan blanco’. Por culpa de una octavilla con esta frase, 13 jóvenes, la mitad de ellas menores, fueron detenidas y posteriormente fusiladas en pleno inicio de una dictadura franquista que se alargaría durante 40 largos años. En tiempos en los que aún se discute en el Congreso de los Diputados si los juicios sumarísimos del Generalísimo deberían ser anulados, nada mejor que esta película de Emilio Martínez Lázaro para dar sentido a los que desde hace tanto tiempo defienden su cancelación.
Más de un diputado de derechas debería pasarse estos días por el cine para ver Las 13 rosas, o recuperar la edición en DVD de Salvador, con la que comparte bastantes similitudes, para ponerse en la piel de las víctimas de la masacre franquista. Más de un orador de los medios de comunicación y de sus miles de seguidores, más de un ciudadano, haría bien en contemplar el sufrimiento que conlleva el uso de la fuerza para defender unas ideas. Es difícil permanecer impávido ante la milimétrica puesta en escena con la que estos dos filmes nos recrean el asesinato de las víctimas del franquismo. Pero como sabemos que este público ni se acercará a la taquilla para malgastar su dinero en una película de rojos y para rojos, pasemos a otras cosas.
Las películas que sobre la guerra civil se tienden a hacer en nuestro país son propensas a seguir el mismo tipo de patrón. Con un evidente objetivo de denuncia, la obra resultante termina siendo inverosímilmente mitificadora. Moviéndose siempre en el exagerado discurso de sus protagonistas, estos terminan por alejarse del espectador actual, que no siente ninguna implicación ante la desmesurada plasmación de su espíritu reivindicativo.
Los discursos se corresponden más bien con lo que nos gustaría que hubieran sido que con lo que realmente fueron. Un ejemplo lo encontramos en la escena que abre la película, en la que dos de las trece rosas aparecen entarimadas reclamando a los cuatro vientos que la paz de nada sirve sin libertad. Ni se las creían los vecinos del pueblo que las escuchaban ni, por sobreactuadas, nos las terminamos de creer los espectadores.
En ese terreno de inverosimilitud se mueve la primera mitad del filme, entre decorados y vestuario más propios de Amar en tiempos revueltos que de una producción ambiciosa y situaciones forzadas como la que vive la rosa Verónica Sánchez con un matrimonio fascista en un tranvía de Madrid. O la que presencia todo un pueblo cuando unos soldados golpean a unos pobres viejecitos por no saberse la letra del ‘Cara al sol’ y que tanto recuerda a escenas similares de El pianista o La lista de Schindler. Todo ello, como decimos, forzado y poco creíble.
La primera parte de Las 13 rosas también se encarga de presentarnos a tan hermosas damas, haciendo hincapié, eso sí, en algunas más que en otras, de manera que el lucimiento y la palma se la llevan una sorprendente Verónica Sánchez y la más que convincente Pilar López de Ayala. Sin duda, el elenco de actrices contribuye a dar credibilidad a una película que aumenta en realismo a medida que avanza el metraje. Desde el momento en que las protagonistas ingresan en prisión se acrecienta el valor interpretativo de sus actuaciones, aunque de nuevo algunas escenas vuelven a pecar de excesiva artificialidad (¡esa escena en el patio de la prisión con las niñas bailando claqué!). A las interpretaciones se suma el impresionante papel de Goya Toledo como carcelera fría pero contenida y que tanto recuerda también al que en su día protagonizó Leonardo Sbaraglia en Salvador.
Ambos filmes se crecen de manera impresionante a medida que avanzan. Y ambos desembocan en un desgarrador final que, de tan realista, encoge el estómago. El espectador sufre y siente miedo para terminar con lágrimas en los ojos. La mejor manera, sin duda, de llegar a la conciencia. Ambas películas, en cambio, cometen también el mismo error: edulcorar un final que cumple mejor su cometido en la cruda realidad con mensajes lacrimógenos y declaraciones de intenciones que no hace falta resaltar. Ambas son, sin embargo, necesarias para recordar.
Más de un diputado de derechas debería pasarse estos días por el cine para ver Las 13 rosas, o recuperar la edición en DVD de Salvador, con la que comparte bastantes similitudes, para ponerse en la piel de las víctimas de la masacre franquista. Más de un orador de los medios de comunicación y de sus miles de seguidores, más de un ciudadano, haría bien en contemplar el sufrimiento que conlleva el uso de la fuerza para defender unas ideas. Es difícil permanecer impávido ante la milimétrica puesta en escena con la que estos dos filmes nos recrean el asesinato de las víctimas del franquismo. Pero como sabemos que este público ni se acercará a la taquilla para malgastar su dinero en una película de rojos y para rojos, pasemos a otras cosas.
Las películas que sobre la guerra civil se tienden a hacer en nuestro país son propensas a seguir el mismo tipo de patrón. Con un evidente objetivo de denuncia, la obra resultante termina siendo inverosímilmente mitificadora. Moviéndose siempre en el exagerado discurso de sus protagonistas, estos terminan por alejarse del espectador actual, que no siente ninguna implicación ante la desmesurada plasmación de su espíritu reivindicativo.
Los discursos se corresponden más bien con lo que nos gustaría que hubieran sido que con lo que realmente fueron. Un ejemplo lo encontramos en la escena que abre la película, en la que dos de las trece rosas aparecen entarimadas reclamando a los cuatro vientos que la paz de nada sirve sin libertad. Ni se las creían los vecinos del pueblo que las escuchaban ni, por sobreactuadas, nos las terminamos de creer los espectadores.
En ese terreno de inverosimilitud se mueve la primera mitad del filme, entre decorados y vestuario más propios de Amar en tiempos revueltos que de una producción ambiciosa y situaciones forzadas como la que vive la rosa Verónica Sánchez con un matrimonio fascista en un tranvía de Madrid. O la que presencia todo un pueblo cuando unos soldados golpean a unos pobres viejecitos por no saberse la letra del ‘Cara al sol’ y que tanto recuerda a escenas similares de El pianista o La lista de Schindler. Todo ello, como decimos, forzado y poco creíble.
La primera parte de Las 13 rosas también se encarga de presentarnos a tan hermosas damas, haciendo hincapié, eso sí, en algunas más que en otras, de manera que el lucimiento y la palma se la llevan una sorprendente Verónica Sánchez y la más que convincente Pilar López de Ayala. Sin duda, el elenco de actrices contribuye a dar credibilidad a una película que aumenta en realismo a medida que avanza el metraje. Desde el momento en que las protagonistas ingresan en prisión se acrecienta el valor interpretativo de sus actuaciones, aunque de nuevo algunas escenas vuelven a pecar de excesiva artificialidad (¡esa escena en el patio de la prisión con las niñas bailando claqué!). A las interpretaciones se suma el impresionante papel de Goya Toledo como carcelera fría pero contenida y que tanto recuerda también al que en su día protagonizó Leonardo Sbaraglia en Salvador.
Ambos filmes se crecen de manera impresionante a medida que avanzan. Y ambos desembocan en un desgarrador final que, de tan realista, encoge el estómago. El espectador sufre y siente miedo para terminar con lágrimas en los ojos. La mejor manera, sin duda, de llegar a la conciencia. Ambas películas, en cambio, cometen también el mismo error: edulcorar un final que cumple mejor su cometido en la cruda realidad con mensajes lacrimógenos y declaraciones de intenciones que no hace falta resaltar. Ambas son, sin embargo, necesarias para recordar.
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