Sirva de advertencia que me encanta el cine de catástrofes. No he visto El coloso en llamas, la primera que viene a la mente cuando mencionamos el género, pero Terremoto o Aeropuerto o las más recientes Pánico en el túnel o Un pueblo llamado Dante’s Peak se encuentran bien ancladas en mi memoria. Me da igual si se trata de incendios, erupciones volcánicas, terremotos, tormentas, inundaciones, hundimientos o una thermomix de todas ellas. Me da igual que este tipo de filmes sean de dudosa calidad cinematográfica. Las catástrofes en la pantalla me gustan (¿debería hacérmelo mirar?). Y probablemente eso no juega en mi favor a la hora de analizar una película como Poseidón.
Sin embargo, gracias a la experiencia acumulada con los años y tras múltiples visionados de auténticas tragedias colectivas, uno acaba adquiriendo cierto criterio para diferenciar las grandes producciones de sus fotocopias de bajo presupuesto. Y puedo asegurar que Poseidón, auténtica apología del cartón piedra, pertenece a esta última categoría. Los decorados del interior de este buque vuelto del revés parecen sacados de la última cabalgata de los Reyes Magos de mi barrio. La película no se diferenciaría mucho de su predecesora de los años 70 si no fuera por esas nuevas tecnologías de la informática que permiten recrear un imponente barco sin apenas presupuesto.
Aún así, la escena inicial, que es la que nos muestra las magnitudes del Poseidón y en la que todo es virtual excepto Josh Lucas haciendo footing, no deja de transmitir una cierta sensación de frialdad más cercana al videojuego que al celuloide. Sensación que no se produce en los idénticos travelings del otro gran buque tocado y hundido, el Titanic de James Cameron. Las comparaciones son odiosas entre uno y otro filme, de manera que tras ver el de Wolfgang Petersen uno acaba reconciliándose por completo con el de Cameron y catapultándolo casi a la categoría de obra maestra.
Pero no echaré por tierra todo el metraje. Poseidón no engaña a nadie y resulta del todo efectiva en su principal propósito. Transmite angustia, tensión, claustrofobia, miedo y terror. El espectador lo pasa mal, que es, al fin y al cabo, el objetivo de toda película catastrófica que se precie. Ascensores que caen, llamaradas inesperadas, escotillas inmersas en lo más recóndito del barco, estrechos y claustrofóbicos conductos, hélices asesinas. Escenas que se suceden sin descanso una tras otra y que dejan al espectador sin aliento y sin apenas fuerzas para sujetarse en los brazos de la butaca.
En cuanto la película intenta ir más allá es cuando se hunde como el barco al que da título. Por ejemplo, profundizar en las relaciones de los personajes resulta del todo imposible cuando no se dispone ni del tiempo ni de las ganas suficientes. Los guionistas, en cambio, no renuncian a introducir frases insertadas con embudo en los momentos más críticos del filme para lograr que nos sintamos mínimamente identificados con ellos. No lo consiguen, lógicamente. De entrada, porque los actores no son precisamente para tirar cohetes y porque, para colmo, sus diálogos tendrían mejor cabida en un telefilme de sobremesa. Ante situaciones de vida o muerte uno no está para filosofar sobre la existencia del ser humano. En cambio, estos pasajeros del Poseidón tienen tiempo hasta para lanzar sus discursos de azúcar y miel sin venir a cuento.
La credibilidad es otra de las carencias de esta película. No se comprende como todavía se siguen cometiendo fallos inconcebibles que desmerecen todo argumento. Varios ejemplos. La inmensa ola que golpea el Poseidón no se concibe ni en la mente de un dibujante de Walt Disney. Parece que a los responsables de los efectos especiales se les fue un poco la mano con el ratón del ordenador. Tampoco se entiende cómo alguien puede resistir tanto tiempo debajo del agua sin reventársele los pulmones. Y mucho menos, cómo una lancha salvavidas a escasísimos metros del buque no se hunde con él absorbida por la fuerza de su gran tonelaje (sólo hacía falta haber visto Titanic para saberlo).
Por eso, de lo que puede presumir Titanic es de lo que carece Poseidón. Una disfrutó de un multimillonario presupuesto. La otra no. Una cuenta con personajes. La otra con figurantes. Una aprovecha los efectos especiales para dotar de realismo su puesta en escena. En la otra, se desaprovechan hasta para crear el momento cumbre de la película (esa desproporcionada ola será difícil de olvidar). Una quedará en la retina del espectador durante largo tiempo. Poseidón es probable que termine olvidada en los suburbios del cerebro en cuanto se lleve al cine una nueva catástrofe. Y será pronto. United 93 y World Trade Center esperan.
Sin embargo, gracias a la experiencia acumulada con los años y tras múltiples visionados de auténticas tragedias colectivas, uno acaba adquiriendo cierto criterio para diferenciar las grandes producciones de sus fotocopias de bajo presupuesto. Y puedo asegurar que Poseidón, auténtica apología del cartón piedra, pertenece a esta última categoría. Los decorados del interior de este buque vuelto del revés parecen sacados de la última cabalgata de los Reyes Magos de mi barrio. La película no se diferenciaría mucho de su predecesora de los años 70 si no fuera por esas nuevas tecnologías de la informática que permiten recrear un imponente barco sin apenas presupuesto.
Aún así, la escena inicial, que es la que nos muestra las magnitudes del Poseidón y en la que todo es virtual excepto Josh Lucas haciendo footing, no deja de transmitir una cierta sensación de frialdad más cercana al videojuego que al celuloide. Sensación que no se produce en los idénticos travelings del otro gran buque tocado y hundido, el Titanic de James Cameron. Las comparaciones son odiosas entre uno y otro filme, de manera que tras ver el de Wolfgang Petersen uno acaba reconciliándose por completo con el de Cameron y catapultándolo casi a la categoría de obra maestra.
Pero no echaré por tierra todo el metraje. Poseidón no engaña a nadie y resulta del todo efectiva en su principal propósito. Transmite angustia, tensión, claustrofobia, miedo y terror. El espectador lo pasa mal, que es, al fin y al cabo, el objetivo de toda película catastrófica que se precie. Ascensores que caen, llamaradas inesperadas, escotillas inmersas en lo más recóndito del barco, estrechos y claustrofóbicos conductos, hélices asesinas. Escenas que se suceden sin descanso una tras otra y que dejan al espectador sin aliento y sin apenas fuerzas para sujetarse en los brazos de la butaca.
En cuanto la película intenta ir más allá es cuando se hunde como el barco al que da título. Por ejemplo, profundizar en las relaciones de los personajes resulta del todo imposible cuando no se dispone ni del tiempo ni de las ganas suficientes. Los guionistas, en cambio, no renuncian a introducir frases insertadas con embudo en los momentos más críticos del filme para lograr que nos sintamos mínimamente identificados con ellos. No lo consiguen, lógicamente. De entrada, porque los actores no son precisamente para tirar cohetes y porque, para colmo, sus diálogos tendrían mejor cabida en un telefilme de sobremesa. Ante situaciones de vida o muerte uno no está para filosofar sobre la existencia del ser humano. En cambio, estos pasajeros del Poseidón tienen tiempo hasta para lanzar sus discursos de azúcar y miel sin venir a cuento.
La credibilidad es otra de las carencias de esta película. No se comprende como todavía se siguen cometiendo fallos inconcebibles que desmerecen todo argumento. Varios ejemplos. La inmensa ola que golpea el Poseidón no se concibe ni en la mente de un dibujante de Walt Disney. Parece que a los responsables de los efectos especiales se les fue un poco la mano con el ratón del ordenador. Tampoco se entiende cómo alguien puede resistir tanto tiempo debajo del agua sin reventársele los pulmones. Y mucho menos, cómo una lancha salvavidas a escasísimos metros del buque no se hunde con él absorbida por la fuerza de su gran tonelaje (sólo hacía falta haber visto Titanic para saberlo).
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Comentarios
la ola no me la creí, demasiado grande y sin explicación alguna
eso sí, que no hayas visto el coloso en llamas no tiene perdón
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