Venía precedida por los fastos más propios del imperio romano que de una producción cinematográfica española. No en vano, merecía la pena ver a Cayo Vasile César, emperador mediático de Fuencarral, recibiendo en lo alto de la escalinata a las 4.000 personalidades de toda índole que se aglutinaron en el estreno de la última película de Alejandro Amenábar. Una Ágora de 50 millones de euros de presupuesto que muchos, ahora, temen echar de menos. Y es que, al parecer, la superproducción no encuentra quien la distribuya en Estados Unidos, convirtiendo tamaña inversión en todo un suicidio. Ya se sabe. Son las consecuencias de sumergirse en el pantanoso terreno de las religiones.
A pesar de los esfuerzos de Amenábar por resaltar que su película no ataca al cristianismo sino a los fanatismos religiosos, es evidente que Ágora supone una valiente crítica a los orígenes de una religión que todavía impera entre los espectadores occidentales. Al director español, por tanto, le puede suceder como a Hipatia, la protagonista del filme, a quien el cuestionamiento de la fe terminó por girársele en su contra. Sin embargo, transcurridos unos cuantos siglos desde entonces, esperemos que esta vez la razón termine imperando.
Más allá de los conflictos religiosos, Ágora suponía un nuevo desafío para uno de los pocos comodines con los que cuenta el cine español. Amenábar subía un peldaño más en su escalada de retos profesionales y se enfrentaba a una producción de tintes hollywoodienses. Sin embargo, el resultado deja al espectador completamente desconcertado. El ritmo pausado, e incluso agonizante, de los minutos iniciales convive con una desmesurada grandilocuencia sin acabar de encontrar el equilibrio perfecto.
Por momentos, parece que el filme le sobrepasa al director en un quiero y no puedo de difícil salida. Demasiadas teclas por tocar y poco tiempo para cautivar. Los intensos conflictos entre paganos, cristianos y judíos en la Alejandría del siglo IV se alternan con el pausado método científico de la filósofa Hipatia en su búsqueda del centro del universo. De relleno, dos historias de amor platónico introducidas con calzador pero que finalmente son las que consiguen sacarle un poco de alma a un filme inicialmente aséptico.
Los esfuerzos de Rachel Weisz por acercarnos su personaje resultan en vano, ya que en ningún momento se consigue dar trascendencia a sus importantes hallazgos científicos. El filme, pues, fracasa en su honrosa intención de llevar al gran público la pasión por la ciencia. Por otro lado, las batallas entre las diferentes tendencias religiosas logran la espectacularidad perseguida pero pierden un tanto de credibilidad desde el momento en que los cristianos son tan remarcada y exageradamente malvados.
Amenábar sale airoso en materia de efectos especiales, con luchas que parecen filmadas por los expertos de la industria californiana. Mientras la banda sonora, el vestuario y los imponentes decorados juegan a su favor, no ocurre lo mismo con esos planos a lo Google Earth. Quieren ser trascendentes, mostrar la irracionalidad de los actos humanos desde la vastedad del universo, pero acaban siendo demasiado presuntuosos.
A pesar de todo, Ágora logra huir del sosiego inicial con un crescendo que culmina en final vibrante. Los grandes clímax de la película no los protagonizan miles de extras enfrascados en grandes batallas sino los dos jóvenes protagonistas admiradores de Hipatia. Al desenlace del filme, con la intensa aportación del esclavo enamorado, conviene sumarle ese momento de exquisita tensión en la que el Prefecto Orestes se debate entre doblegarse ante el imparable poder religioso o la lealtad a su amada filósofa. Son ejemplos en los que el director logra conmover y a su vez transmitir el mensaje contra la opresión de los fanatismos. Y son los que salvan la que ya es la película menos redonda de la filmografía de Alejandro Amenábar.
A pesar de los esfuerzos de Amenábar por resaltar que su película no ataca al cristianismo sino a los fanatismos religiosos, es evidente que Ágora supone una valiente crítica a los orígenes de una religión que todavía impera entre los espectadores occidentales. Al director español, por tanto, le puede suceder como a Hipatia, la protagonista del filme, a quien el cuestionamiento de la fe terminó por girársele en su contra. Sin embargo, transcurridos unos cuantos siglos desde entonces, esperemos que esta vez la razón termine imperando.
Más allá de los conflictos religiosos, Ágora suponía un nuevo desafío para uno de los pocos comodines con los que cuenta el cine español. Amenábar subía un peldaño más en su escalada de retos profesionales y se enfrentaba a una producción de tintes hollywoodienses. Sin embargo, el resultado deja al espectador completamente desconcertado. El ritmo pausado, e incluso agonizante, de los minutos iniciales convive con una desmesurada grandilocuencia sin acabar de encontrar el equilibrio perfecto.
Por momentos, parece que el filme le sobrepasa al director en un quiero y no puedo de difícil salida. Demasiadas teclas por tocar y poco tiempo para cautivar. Los intensos conflictos entre paganos, cristianos y judíos en la Alejandría del siglo IV se alternan con el pausado método científico de la filósofa Hipatia en su búsqueda del centro del universo. De relleno, dos historias de amor platónico introducidas con calzador pero que finalmente son las que consiguen sacarle un poco de alma a un filme inicialmente aséptico.
Los esfuerzos de Rachel Weisz por acercarnos su personaje resultan en vano, ya que en ningún momento se consigue dar trascendencia a sus importantes hallazgos científicos. El filme, pues, fracasa en su honrosa intención de llevar al gran público la pasión por la ciencia. Por otro lado, las batallas entre las diferentes tendencias religiosas logran la espectacularidad perseguida pero pierden un tanto de credibilidad desde el momento en que los cristianos son tan remarcada y exageradamente malvados.
Amenábar sale airoso en materia de efectos especiales, con luchas que parecen filmadas por los expertos de la industria californiana. Mientras la banda sonora, el vestuario y los imponentes decorados juegan a su favor, no ocurre lo mismo con esos planos a lo Google Earth. Quieren ser trascendentes, mostrar la irracionalidad de los actos humanos desde la vastedad del universo, pero acaban siendo demasiado presuntuosos.
A pesar de todo, Ágora logra huir del sosiego inicial con un crescendo que culmina en final vibrante. Los grandes clímax de la película no los protagonizan miles de extras enfrascados en grandes batallas sino los dos jóvenes protagonistas admiradores de Hipatia. Al desenlace del filme, con la intensa aportación del esclavo enamorado, conviene sumarle ese momento de exquisita tensión en la que el Prefecto Orestes se debate entre doblegarse ante el imparable poder religioso o la lealtad a su amada filósofa. Son ejemplos en los que el director logra conmover y a su vez transmitir el mensaje contra la opresión de los fanatismos. Y son los que salvan la que ya es la película menos redonda de la filmografía de Alejandro Amenábar.
Comentarios
Pero también me parecieron acertados los carteles de las series USA... deberías hacerlo un clásico en tu blog. Es una sugerencia vaya.
Le voy cogiendo gustillo al blog.