Dos maneras muy distintas de enfocar una catástrofe. Una, a la búsqueda del realismo. La otra, en busca del heroísmo. Cinco años ha tardado Hollywood en llevar a la pantalla el atentado terrorista más grave de la historia de Estados Unidos. Tarde o temprano tenía que ocurrir. El 11-S tenía todos los números y todos los ingredientes para ser llevado al cine. Dos películas muy coincidentes en el tiempo han sido las encargadas de romper el hielo de tan espinoso tema que de bien seguro deparará nuevos y más variados proyectos en el futuro. Por el momento, ambas películas primerizas dejan el listón bien alto, aunque con resultados muy dispares entre ellas.
Se deja notar la procedencia de sus directores con sólo observar el enfoque de ambos filmes. Paul Greengrass, inglés, ha decidido con United 93 ofrecer una visión lo más realista y documentada posible precisamente sobre uno de los vuelos de los que se desconocen más datos y se derivan más especulaciones, el vuelo homónimo que se estrelló en un descampado de Pennsylvania. Todo desde un punto de vista neutro, lejano al sentimentalismo. Oliver Stone, neoyorquino de pura cepa, se impregna en World Trade Center de ese espíritu tan típicamente norteamericano que necesita de héroes para curar heridas y para evadirse de la cruda realidad. Punto de vista europeo, por tanto, versus punto de vista made in Hollywood.
United 93 es una película meramente descriptiva. Pero es tan exhaustiva su descripción que consigue involucrar al espectador hasta el punto de cortar la respiración. Es angustiosa, como angustiosos debieron ser los momentos que les tocó vivir a los sufridos pasajeros de aquél avión. Refleja hasta el detalle, paso a paso, en tiempo real, el caos y la confusión que reinaron aquel fatídico día, tanto dentro del aeroplano como en la torre de control, donde ni tan siquiera al terminar el metraje sus protagonistas eran conscientes de la magnitud de la catástrofe. Nadie estaba preparado para una amenaza de tal calibre.
Es fácil ponerse en la piel de las víctimas viendo esta película. No es necesario ningún recurso adicional para tocar la fibra sensible. Sólo con una llamada desde las alturas anunciando el inminente final y despidiéndose del que descuelga el auricular, sólo con un impotente ‘te quiero’ se le empañan a uno los ojos. No hace falta más música ni involucrar a los seres queridos para sentir empatía. Los hechos ya fueron suficientemente trágicos como para añadirle más dramatismo.
Y esto es algo que parece no haber entendido Oliver Stone con World Trade Center, aunque es probable que el título encuentre mucha más aceptación entre sus conciudadanos que la cinta de Greengrass. Stone opta por focalizar la tragedia en dos de las veinte únicas personas que fueron rescatadas con vida de los escombros, dos policías de la Autoridad Portuaria de Nueva York (un Nicolas Cage eclipsado por su acertado compañero de reparto Michael Peña). La elección denota intenciones. De entrada, contribuye a ensalzar la ya de por sí homenajeada figura del policía-héroe. Pero sobre todo, ante unos espectadores tan malacostumbrados al final feliz como somos la gran mayoría, busca encontrar ese atisbo de esperanza que invita a no perder la fe.
Para lograr ambos objetivos no se escatiman recursos lacrimógenos. Banda sonora reforzadora, sufridoras y desencajadas esposas, hijos pequeños amenazados de orfandad. Elementos que, mezclados con el más de medio metraje pendiente de la angustia de los dos policías atrapados bajo toneladas de escombros, conforman una película en algunos momentos aburrida y, en algunos otros más, excesivamente edulcorada. Sin embargo, no por ello el filme deja de tener interés. La recreación del interior del imponente edificio de oficinas y del momento en que el segundo avión se estrella contra una de las Torres Gemelas visto desde dentro del coloso permite hacernos una idea todavía más clara de las dimensiones de la tragedia.
El final de ambas películas, sin embargo, es el que ejemplifica mejor esta diferencia de tratamiento. World Trade Center es el atisbo de esperanza por encima de toda situación, por muy devastadora que ésta sea. Sirenas, ambulancias, respiro, calma, abrazos, alegría. Una imagen final mil veces vista. United 93 culmina con una escena tensa, caótica y desgarradora en la que podemos comprobar mejor que nunca que el instinto de supervivencia no entiende de límites. Tras la visión subjetiva del fatal destino, un fundido en negro. Y en la sala, un silencio sepulcral. Qué mal rato.
Se deja notar la procedencia de sus directores con sólo observar el enfoque de ambos filmes. Paul Greengrass, inglés, ha decidido con United 93 ofrecer una visión lo más realista y documentada posible precisamente sobre uno de los vuelos de los que se desconocen más datos y se derivan más especulaciones, el vuelo homónimo que se estrelló en un descampado de Pennsylvania. Todo desde un punto de vista neutro, lejano al sentimentalismo. Oliver Stone, neoyorquino de pura cepa, se impregna en World Trade Center de ese espíritu tan típicamente norteamericano que necesita de héroes para curar heridas y para evadirse de la cruda realidad. Punto de vista europeo, por tanto, versus punto de vista made in Hollywood.
United 93 es una película meramente descriptiva. Pero es tan exhaustiva su descripción que consigue involucrar al espectador hasta el punto de cortar la respiración. Es angustiosa, como angustiosos debieron ser los momentos que les tocó vivir a los sufridos pasajeros de aquél avión. Refleja hasta el detalle, paso a paso, en tiempo real, el caos y la confusión que reinaron aquel fatídico día, tanto dentro del aeroplano como en la torre de control, donde ni tan siquiera al terminar el metraje sus protagonistas eran conscientes de la magnitud de la catástrofe. Nadie estaba preparado para una amenaza de tal calibre.
Es fácil ponerse en la piel de las víctimas viendo esta película. No es necesario ningún recurso adicional para tocar la fibra sensible. Sólo con una llamada desde las alturas anunciando el inminente final y despidiéndose del que descuelga el auricular, sólo con un impotente ‘te quiero’ se le empañan a uno los ojos. No hace falta más música ni involucrar a los seres queridos para sentir empatía. Los hechos ya fueron suficientemente trágicos como para añadirle más dramatismo.
Y esto es algo que parece no haber entendido Oliver Stone con World Trade Center, aunque es probable que el título encuentre mucha más aceptación entre sus conciudadanos que la cinta de Greengrass. Stone opta por focalizar la tragedia en dos de las veinte únicas personas que fueron rescatadas con vida de los escombros, dos policías de la Autoridad Portuaria de Nueva York (un Nicolas Cage eclipsado por su acertado compañero de reparto Michael Peña). La elección denota intenciones. De entrada, contribuye a ensalzar la ya de por sí homenajeada figura del policía-héroe. Pero sobre todo, ante unos espectadores tan malacostumbrados al final feliz como somos la gran mayoría, busca encontrar ese atisbo de esperanza que invita a no perder la fe.
Para lograr ambos objetivos no se escatiman recursos lacrimógenos. Banda sonora reforzadora, sufridoras y desencajadas esposas, hijos pequeños amenazados de orfandad. Elementos que, mezclados con el más de medio metraje pendiente de la angustia de los dos policías atrapados bajo toneladas de escombros, conforman una película en algunos momentos aburrida y, en algunos otros más, excesivamente edulcorada. Sin embargo, no por ello el filme deja de tener interés. La recreación del interior del imponente edificio de oficinas y del momento en que el segundo avión se estrella contra una de las Torres Gemelas visto desde dentro del coloso permite hacernos una idea todavía más clara de las dimensiones de la tragedia.
El final de ambas películas, sin embargo, es el que ejemplifica mejor esta diferencia de tratamiento. World Trade Center es el atisbo de esperanza por encima de toda situación, por muy devastadora que ésta sea. Sirenas, ambulancias, respiro, calma, abrazos, alegría. Una imagen final mil veces vista. United 93 culmina con una escena tensa, caótica y desgarradora en la que podemos comprobar mejor que nunca que el instinto de supervivencia no entiende de límites. Tras la visión subjetiva del fatal destino, un fundido en negro. Y en la sala, un silencio sepulcral. Qué mal rato.
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