Caballo de batalla es tal como parece. Grandilocuente, inverosímil, desorbitada, infantiloide, a la búsqueda implacable de espectadores, a la cacería del mayor número de galardones. No esconde sus propósitos, más bien hace gala de ellos. Es también una suma de cintas. El principio le evocará a Babe, el cerdito valiente, en el desarrollo descubrirá destellos de Salvar al soldado Ryan y Hermanos de sangre y en la escena final le vendrá a la memoria Lo que el viento se llevó. Es un cúmulo tan disparatado de géneros, de homenajes y autohomenajes, que resultaría infumable si no fuera por su ambición de película total.
El sello Steven Spielberg, que antes era garantía de éxito, ha demostrado este año mostrar claros síntomas de agotamiento. Las incursiones del rey Midas de Hollywood en la pequeña pantalla han disminuido a la altura del betún sus obsesiones extraterrestres (Falling skies) y jurásicas (Terra Nova). Mayor fortuna tampoco han corrido sus últimas coproducciones cinematográficas. Ni con Peter Jackson en Tintín ni con J.J. Abrams en Super 8 ha logrado el creador de E.T. cautivar como antes.
Lejos de alianzas, Caballo de batalla suponía su regreso en toda regla como director tras Munich. La primera cita en siete años con el Spielberg puro y duro. Pero desde luego el reencuentro viene a certificar que su imaginación, antes desbordante, no atraviesa por uno de sus mejores momentos. Siempre se le ha acusado de imprimir en sus obras un cierto complejo de Peter Pan, una tendencia bastante obsesiva hacia la fábula, pero en esta ocasión lo ha llevado hasta tal extremo que incluso Walt Disney terminaría frunciendo el ceño.
Hasta ahora hemos pasado gustosamente por el tubo. Tiburones con mentalidad de psychokiller, dinosaurios contemporáneos, guerras que se paralizan para rescatar al único hijo en vida de una madre desconsolada. Todo era posible en la mente de un creador amante de las historias con final feliz. El empeño, la imaginación y, sobre todo, los medios nos hacían obviar la credibilidad de sus planteamientos. De Spielberg nunca esperamos un retrato social, su vocación siempre ha sido la de mago. Pero esta vez los trucos de magia se han vuelto demasiado evidentes.
La primera parte de la cinta es la que más daño le hace al metraje. A la presentación edulcorada del caballo Joey le suceden unos personajes tan estereotipados como el de los padres humildes pero honrados, el malvado arrendatario de la granja e incluso una oca que, sin hablar, aparece con el único fin de conquistar a los más pequeños. No ayudan en nada frases del tipo “con las penurias que estamos pasando” o una omnipresente banda sonora que se encarga de acentuar todas y cada una de las emociones que conviene estimular, léase ternura, pena, risa fácil o suspense.
La llegada de la guerra imprime a la película un carácter más adulto. Spielberg demuestra que los años invertidos en películas y series bélicas lo han convertido en uno de los mayores expertos a la hora de recrear grandes batallas. Sin duda es la factura técnica la que salva a Caballo de batalla del bochorno oficial. Porque cuando parecía que la comedia infantil era cosa del principio aparece una escena en el frente con el animal de por medio que debería sonrojar a los lumbreras que han aupado a este filme del montón como candidata al Oscar.
Y es que a pesar de su innegable proeza visual, de un sentido del ritmo que acelera las dos horas y media de metraje, Caballo de batalla no deja de ser un ejercicio de escasa exigencia, tanto para el director, que echa mano de las herramientas más elementales de conquista, como para el espectador, que sólo debe dejarse guiar cual GPS a través de la ruta más fácil y rápida hacia la risa o el llanto. Para muchos sería un insulto si el firmante no fuera Steven Spielberg. Para otros es la certificación de que a nuestro Peter Pan favorito la vejez no le está sentando nada bien.
El sello Steven Spielberg, que antes era garantía de éxito, ha demostrado este año mostrar claros síntomas de agotamiento. Las incursiones del rey Midas de Hollywood en la pequeña pantalla han disminuido a la altura del betún sus obsesiones extraterrestres (Falling skies) y jurásicas (Terra Nova). Mayor fortuna tampoco han corrido sus últimas coproducciones cinematográficas. Ni con Peter Jackson en Tintín ni con J.J. Abrams en Super 8 ha logrado el creador de E.T. cautivar como antes.
Lejos de alianzas, Caballo de batalla suponía su regreso en toda regla como director tras Munich. La primera cita en siete años con el Spielberg puro y duro. Pero desde luego el reencuentro viene a certificar que su imaginación, antes desbordante, no atraviesa por uno de sus mejores momentos. Siempre se le ha acusado de imprimir en sus obras un cierto complejo de Peter Pan, una tendencia bastante obsesiva hacia la fábula, pero en esta ocasión lo ha llevado hasta tal extremo que incluso Walt Disney terminaría frunciendo el ceño.
Hasta ahora hemos pasado gustosamente por el tubo. Tiburones con mentalidad de psychokiller, dinosaurios contemporáneos, guerras que se paralizan para rescatar al único hijo en vida de una madre desconsolada. Todo era posible en la mente de un creador amante de las historias con final feliz. El empeño, la imaginación y, sobre todo, los medios nos hacían obviar la credibilidad de sus planteamientos. De Spielberg nunca esperamos un retrato social, su vocación siempre ha sido la de mago. Pero esta vez los trucos de magia se han vuelto demasiado evidentes.
La primera parte de la cinta es la que más daño le hace al metraje. A la presentación edulcorada del caballo Joey le suceden unos personajes tan estereotipados como el de los padres humildes pero honrados, el malvado arrendatario de la granja e incluso una oca que, sin hablar, aparece con el único fin de conquistar a los más pequeños. No ayudan en nada frases del tipo “con las penurias que estamos pasando” o una omnipresente banda sonora que se encarga de acentuar todas y cada una de las emociones que conviene estimular, léase ternura, pena, risa fácil o suspense.
La llegada de la guerra imprime a la película un carácter más adulto. Spielberg demuestra que los años invertidos en películas y series bélicas lo han convertido en uno de los mayores expertos a la hora de recrear grandes batallas. Sin duda es la factura técnica la que salva a Caballo de batalla del bochorno oficial. Porque cuando parecía que la comedia infantil era cosa del principio aparece una escena en el frente con el animal de por medio que debería sonrojar a los lumbreras que han aupado a este filme del montón como candidata al Oscar.
Y es que a pesar de su innegable proeza visual, de un sentido del ritmo que acelera las dos horas y media de metraje, Caballo de batalla no deja de ser un ejercicio de escasa exigencia, tanto para el director, que echa mano de las herramientas más elementales de conquista, como para el espectador, que sólo debe dejarse guiar cual GPS a través de la ruta más fácil y rápida hacia la risa o el llanto. Para muchos sería un insulto si el firmante no fuera Steven Spielberg. Para otros es la certificación de que a nuestro Peter Pan favorito la vejez no le está sentando nada bien.
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Saludos.