Construir un lugar común, un microuniverso que solo dos personas pueden entender, es tan complicado de conseguir como de explicar. Es lo que les ocurre a los protagonistas de esta atípica historia de amor. Un adolescente con labia suficiente como para levantar un imperio de camas de agua y para conquistar a una veinteañera judía de lo más escéptica y mordaz. No pegan ni con cola, algo de lo que ambos son plenamente conscientes, pero siempre terminan volviendo a ese oasis indescriptible que solo ellos han sabido crear y comprender.
Si algo consigue Licorice Pizza es que entendamos
perfectamente el sentimiento de sus dos protagonistas, el de sentirse
culpables, ridículos, patéticos pero con la necesidad irrefrenable de regresar
a los brazos de quien inexplicablemente nos seduce y nos entiende. Porque nada
importan los demás, solo esa impagable sensación de estar en terreno seguro.
Paul Thomas Anderson consigue transmitirlo con un tono mágico entre la comedia
y el drama, recurriendo a anécdotas que probablemente se convertirán en
icónicas como la que tiene lugar en un camión de mudanzas con Bradley Cooper
como desternillante estrella invitada.
Los desplantes, las heridas, las reacciones infantiles de
revancha conviven con las miradas de complicidad, con el apego y con los
impulsos amorosos. La esencia de toda relación sentimental está reflejada en
los gestos y en las acciones de Gary y Alana, enmarcados en la inocencia de sus
años mozos y de una época, los 70, mucho más ingenua que la actual. Quizá por
eso Licorice pizza ha obtenido un recibimiento tan unánime, porque apela a los
sentimientos más básicos sin una mayor pretensión que la de emocionar. La última
secuencia de la película, con los dos protagonistas contrapuestos y corriendo,
es el mejor ejemplo de lo fácil, y a la vez complicado, que puede ser llegar a conmover.
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