Katniss Everdeen ha vuelto por todo lo alto, reventando las taquillas de medio mundo, superando incluso a la saga Crepúsculo, y gozando además con el beneplácito de toda la crítica, que de forma inusual ha acogido a un blockbuster para adolescentes con los brazos abiertos. Las reacciones le pegan un giro de 180 grados al dicho de segundas partes nunca fueron buenas y colocan a En llamas por encima de su predecesora. ¿Merecido encumbramiento? Ni mucho menos.
Desconozco los motivos que nos han llevado a esta espiral de euforia colectiva hacia la segunda parte los Los juegos del hambre. Algunos hablan de un tratamiento más profundo de los personajes, otros de una gran evolución de la saga, osándola comparar con El imperio contraataca. Elogios en todo caso desorbitados que lo único que generan son falsas expectativas.
Porque lo primero que se encuentra el ansioso espectador es con un arranque condenadamente lento, que algunos justifican precisamente con ese pretexto de perfilar de forma más precisa a los protagonistas. No está de más exigir una buena descripción de los personajes de una cinta de ciencia ficción pero el reto consiste en hacerlo sin olvidar que la esencia de esta trilogía (o tetralogía) para adolescentes es puramente la acción. Y esta no llega hasta la mitad del metraje, después del interminable tour de la victoria, tren arriba tren abajo, de Katniss y Peeta por los doce distritos.
Puestos a demandar, la revolución que se desata en la población después de la victoria de Everdeen en la primera entrega no está suficientemente contextualizada, por mucho que la narre el mismísimo Donald Sutherland. Tampoco la desconfianza del pueblo hacia la historia de amor entre la heroína y su compañero de fatigas. Cuesta asimilar el momento boda con vestido de novia de última generación. Pero como decía, la credibilidad no es el leit motiv de la película, lo es el juego por la supervivencia.
Lo peor es que cuando por fin llegan los septuagésimo quintos Juegos del hambre, la excusa perfecta para volver a poner a Katniss contra las cuerdas, nos invade una terrible sensación de déjà vu. Se repite de manera descarada la estructura de la primera parte, con la presentación de los contrincantes, la puesta de largo en cuádrigas, la cuenta atrás, la lucha en la arena, pero evidentemente sin el factor sorpresa de la predecesora. La tensión de los segundos previos al juego ya no se palpa pero al menos levantan la adrenalina una niebla venenosa, una manada de monos salvajes y una rueda gigante en forma de reloj. Algo es algo.
No cabe duda de que En llamas es tan sólo un puente entre la introducción y el desenlace de Los juegos del hambre. Si le sucedió a Peter Jackson con Las dos torres que menos que a un director tan desigual en el manejo de taquillazos como Francis Lawrence. Pero que nadie la venda como un paradigma de las secuelas porque ni evoluciona, ni oscurece ni desde luego sorprende. Es tan sólo un trámite fácil para la que esperemos sea una apoteosis final.
Desconozco los motivos que nos han llevado a esta espiral de euforia colectiva hacia la segunda parte los Los juegos del hambre. Algunos hablan de un tratamiento más profundo de los personajes, otros de una gran evolución de la saga, osándola comparar con El imperio contraataca. Elogios en todo caso desorbitados que lo único que generan son falsas expectativas.
Porque lo primero que se encuentra el ansioso espectador es con un arranque condenadamente lento, que algunos justifican precisamente con ese pretexto de perfilar de forma más precisa a los protagonistas. No está de más exigir una buena descripción de los personajes de una cinta de ciencia ficción pero el reto consiste en hacerlo sin olvidar que la esencia de esta trilogía (o tetralogía) para adolescentes es puramente la acción. Y esta no llega hasta la mitad del metraje, después del interminable tour de la victoria, tren arriba tren abajo, de Katniss y Peeta por los doce distritos.
Puestos a demandar, la revolución que se desata en la población después de la victoria de Everdeen en la primera entrega no está suficientemente contextualizada, por mucho que la narre el mismísimo Donald Sutherland. Tampoco la desconfianza del pueblo hacia la historia de amor entre la heroína y su compañero de fatigas. Cuesta asimilar el momento boda con vestido de novia de última generación. Pero como decía, la credibilidad no es el leit motiv de la película, lo es el juego por la supervivencia.
Lo peor es que cuando por fin llegan los septuagésimo quintos Juegos del hambre, la excusa perfecta para volver a poner a Katniss contra las cuerdas, nos invade una terrible sensación de déjà vu. Se repite de manera descarada la estructura de la primera parte, con la presentación de los contrincantes, la puesta de largo en cuádrigas, la cuenta atrás, la lucha en la arena, pero evidentemente sin el factor sorpresa de la predecesora. La tensión de los segundos previos al juego ya no se palpa pero al menos levantan la adrenalina una niebla venenosa, una manada de monos salvajes y una rueda gigante en forma de reloj. Algo es algo.
No cabe duda de que En llamas es tan sólo un puente entre la introducción y el desenlace de Los juegos del hambre. Si le sucedió a Peter Jackson con Las dos torres que menos que a un director tan desigual en el manejo de taquillazos como Francis Lawrence. Pero que nadie la venda como un paradigma de las secuelas porque ni evoluciona, ni oscurece ni desde luego sorprende. Es tan sólo un trámite fácil para la que esperemos sea una apoteosis final.
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