Lisbeth Salander ha aterrizado en la gran pantalla y, como era de prever, ha movilizado a toda la tropa de fieles seguidores de Stieg Larsson. Los hombres que no amaban a las mujeres ha logrado en tan sólo tres días 1.400.000 euros de recaudación en la taquilla española, desbancando del podio al mismísimo Tom Hanks y a las noches museísticas de Ben Stiller. El fenómeno Millennium sigue arrasando y todavía no muestra signos de agotamiento, a la espera de la publicación el próximo día 18 de la tercera y última parte de la interrumpida saga y de las secuelas cinematográficas que aún quedan por venir.
La adaptación del ‘best-seller’ de bien seguro que no defraudará. Los rasgos de telefilme que la caracterizan quedan disimulados con la (casi) absoluta fidelidad a la obra original. La puesta en escena, oscura, decadente, de la Suecia más fría y glacial es prácticamente idéntica a la que el lector imagina a medida que avanza en la trama. Y, por supuesto, los responsables del cásting merecen todo el reconocimiento por un reparto en el que nadie chirría pero en el que, sobre todo, alguien sobresale. Noomi Rapace parece haber entendido a la perfección la complejidad de su personaje y se ha convertido en la mejor encarnación posible de Lisbeth Salander.
Sin embargo, tal como ocurriera también en la novela, todos estos puntos a favor no compensan algunos otros que terminan por desmerecer el resultado final. Si en el libro Larsson nos ofrecía un relato totalmente asimétrico, en el que la absorbente y detallada introducción daba paso a una desenfrenada e incoherente conclusión, en el caso de la película, Niels Arden Oplev sucumbe a la comodidad del piloto automático y elude cualquier tipo de riesgo necesario. Resultado: un filme lento, agotador e interminable.
Lo que en la novela supone lo más interesante, esas primeras 300 y pico páginas donde el autor nos sumerge en los mundos de Mikael Blomkvist y de Lisbeth Salander, en la película se convierte en una inacabable introducción. Mientras se van alternando las primeras pesquisas del periodista en el caso de Harriet Vanger y las vicisitudes de la peculiar espía con su asqueroso tutor, el espectador termina por desear que los caminos de ambos protagonistas se crucen de una vez por todas. Oplev parece olvidar que la descripción, terreno en el que la literatura se mueve como pez en el agua, no encaja tan bien en el lenguaje cinematográfico, donde la imagen termina devorando a las palabras.
Los diferentes pasos de la investigación sobre el paradero de Harriet tampoco contribuyen a agilizar el ritmo. La cantidad de planos sobre documentos, fotografías antiguas, revelaciones con escaso poder visual y nulo sentido de la acción, ralentizan todavía más los minutos de metraje. Lo que en el libro se detalla minuciosamente y proporciona interés al lector, en pantalla carece de la espectacularidad mínima necesaria para evitar el bostezo. Por último, la resolución del caso, si ya hacía flaco favor a la novela original, mucho menos ayuda a levantar el vuelo de la película. Las dos horas y media del filme pesan mucho más sobre el espectador que todo el tiempo invertido en devorar las 700 páginas de Los hombres que no amaban a las mujeres.
A los pocos que todavía no hayan leído la novela de Larsson, vírgenes del acontecimiento literario, puede que la historia les haya resultado atrayente. A los muchos que acudan al cine embelesados por el ‘best-seller’ puede que también el traslado a la pantalla les parezca digno de mención. A los que, en cambio, naveguen a contracorriente y consideren desproporcionado este fenómeno de gran magnitud llamado Millennium es probable que la adaptación de un libro repleto de lagunas, tanto argumentales como de estructura, les termine provocando el mismo grado de decepción.
La adaptación del ‘best-seller’ de bien seguro que no defraudará. Los rasgos de telefilme que la caracterizan quedan disimulados con la (casi) absoluta fidelidad a la obra original. La puesta en escena, oscura, decadente, de la Suecia más fría y glacial es prácticamente idéntica a la que el lector imagina a medida que avanza en la trama. Y, por supuesto, los responsables del cásting merecen todo el reconocimiento por un reparto en el que nadie chirría pero en el que, sobre todo, alguien sobresale. Noomi Rapace parece haber entendido a la perfección la complejidad de su personaje y se ha convertido en la mejor encarnación posible de Lisbeth Salander.
Sin embargo, tal como ocurriera también en la novela, todos estos puntos a favor no compensan algunos otros que terminan por desmerecer el resultado final. Si en el libro Larsson nos ofrecía un relato totalmente asimétrico, en el que la absorbente y detallada introducción daba paso a una desenfrenada e incoherente conclusión, en el caso de la película, Niels Arden Oplev sucumbe a la comodidad del piloto automático y elude cualquier tipo de riesgo necesario. Resultado: un filme lento, agotador e interminable.
Lo que en la novela supone lo más interesante, esas primeras 300 y pico páginas donde el autor nos sumerge en los mundos de Mikael Blomkvist y de Lisbeth Salander, en la película se convierte en una inacabable introducción. Mientras se van alternando las primeras pesquisas del periodista en el caso de Harriet Vanger y las vicisitudes de la peculiar espía con su asqueroso tutor, el espectador termina por desear que los caminos de ambos protagonistas se crucen de una vez por todas. Oplev parece olvidar que la descripción, terreno en el que la literatura se mueve como pez en el agua, no encaja tan bien en el lenguaje cinematográfico, donde la imagen termina devorando a las palabras.
Los diferentes pasos de la investigación sobre el paradero de Harriet tampoco contribuyen a agilizar el ritmo. La cantidad de planos sobre documentos, fotografías antiguas, revelaciones con escaso poder visual y nulo sentido de la acción, ralentizan todavía más los minutos de metraje. Lo que en el libro se detalla minuciosamente y proporciona interés al lector, en pantalla carece de la espectacularidad mínima necesaria para evitar el bostezo. Por último, la resolución del caso, si ya hacía flaco favor a la novela original, mucho menos ayuda a levantar el vuelo de la película. Las dos horas y media del filme pesan mucho más sobre el espectador que todo el tiempo invertido en devorar las 700 páginas de Los hombres que no amaban a las mujeres.
A los pocos que todavía no hayan leído la novela de Larsson, vírgenes del acontecimiento literario, puede que la historia les haya resultado atrayente. A los muchos que acudan al cine embelesados por el ‘best-seller’ puede que también el traslado a la pantalla les parezca digno de mención. A los que, en cambio, naveguen a contracorriente y consideren desproporcionado este fenómeno de gran magnitud llamado Millennium es probable que la adaptación de un libro repleto de lagunas, tanto argumentales como de estructura, les termine provocando el mismo grado de decepción.
Comentarios