La mayoría de gays andan en la actualidad más preocupados por lucir una onza más en esas tabletas de chocolate que tienen como abdominales que por el activismo político. Parece que la moda, la estética y el polvo exprés son las principales banderas de un colectivo que no hace mucho tiempo atrás tuvo que luchar por sus derechos ante una sociedad homófoba. Corrían los años 70 cuando en Estados Unidos se comenzaba a gestar la campaña reivindicativa de Harvey Milk en la que se basa esta película. Pero corren los primeros años del siglo XXI y no parece que haya que bajar mucho la guardia. Y sin embargo, se baja.
Todo el contenido de Mi nombre es Harvey Milk, de principio a fin, es conveniente, no tanto para los concienciados heterosexuales que deciden acercarse al cine para verla sino para los gays que gozan en la actualidad de un entorno aparentemente más favorable del que viven los personajes de la cinta. Los homosexuales quizá ya no serán marginados en el trabajo por acostarse con hombres, puede que ya no sean detenidos brutalmente en redadas policiales, pero lo que está claro es que su plena integración en la sociedad sigue siendo una utopía.
En su burbuja de cristal, los gays parecen haberse conformado con unas leyes que amparan su unión matrimonial o su posible adopción de hijos, medidas impensables en los tiempos de Milk. En cambio, todavía mantienen pendiente la complicada asignatura social, esa en la que los ciudadanos se liberan de prejuicios y estereotipos, en la que las miradas de sorpresa, estupor u horror ante dos hombres cogidos de la mano dan paso a la asimilación. Al colectivo no parece preocuparle el asunto, siempre que los locales de ambiente les permitan desahogarse. De ahí que la reivindicación de la película de Gus Van Sant sea tan necesaria y saludable: conviene salir del armario.
Hay una escena de la película que resume a la perfección este acto de valentía. Reunidos en una habitación, Milk solicita a todos sus compañeros de campaña que manifiesten abiertamente su homosexualidad. Uno de ellos todavía la mantenía oculta a sus familiares, a lo que el activista político responde plantándole el teléfono en sus narices. “No hay que ser cobardes. Ahora más que nunca tenemos que hacerles saber quiénes somos”. Y es que aunque salir del armario parece estar de moda, son muchos los que todavía se mantienen bien ocultos en su interior.
Van Sant no sólo consigue con Mi nombre es Harvey Milk una película aleccionadora, sino que también logra desprenderse del lastre alternativo, casi surrealista, que había tomado su filmografía. Puede que Elephant o Last days sean obras de culto, pero bienvenido sea su cine más comercial cuando viene acompañado de un guión accesible, pero no por ello con menos valor, y un sentido del ritmo mucho más digerible que en sus anteriores propuestas.
Una fotografía absolutamente acorde con el contexto setentero y la mezcla entre la ficción y la realidad, en forma de documentos visuales de incalculable valor, son una de las grandes bazas del filme. Las declaraciones de la cantante Anita Bryant, una especie de fanática religiosa obsesionada por comparar a los homosexuales con el diablo, parecerían de ciencia ficción si no fuera porque forman parte de la acertada documentación de la película, a la que también se suma la redada policial que da comienzo a la cinta y su excelente epílogo.
El gran acierto de Mi nombre es Harvey Milk lo encontramos sin duda en la aportación de Sean Penn, sin cuya interpretación el personaje correría un serio riesgo de histrionismo, pero también en otros papeles como el de James Franco y otros secundarios de lujo como el entrañable activista al que da vida Emile Hirsch (Hacia rutas salvajes).
Todos ellos conforman un biopic arrastrado en determinados momentos por los vicios habituales del género (música grandilocuente, ensalzamiento del homenajeado, posibles pasados oscuros obviados) pero no por ello menos necesario. Los sermones políticos de Milk no sólo contribuyen a refrescar la memoria sino que también sirven para recordar al colectivo gay, cada día más banal, cada día más esnob, que no todo está ganado. Más allá de las leyes, todavía queda pendiente una batalla mucho más difícil de conquistar, la de las viejas costumbres.
Todo el contenido de Mi nombre es Harvey Milk, de principio a fin, es conveniente, no tanto para los concienciados heterosexuales que deciden acercarse al cine para verla sino para los gays que gozan en la actualidad de un entorno aparentemente más favorable del que viven los personajes de la cinta. Los homosexuales quizá ya no serán marginados en el trabajo por acostarse con hombres, puede que ya no sean detenidos brutalmente en redadas policiales, pero lo que está claro es que su plena integración en la sociedad sigue siendo una utopía.
En su burbuja de cristal, los gays parecen haberse conformado con unas leyes que amparan su unión matrimonial o su posible adopción de hijos, medidas impensables en los tiempos de Milk. En cambio, todavía mantienen pendiente la complicada asignatura social, esa en la que los ciudadanos se liberan de prejuicios y estereotipos, en la que las miradas de sorpresa, estupor u horror ante dos hombres cogidos de la mano dan paso a la asimilación. Al colectivo no parece preocuparle el asunto, siempre que los locales de ambiente les permitan desahogarse. De ahí que la reivindicación de la película de Gus Van Sant sea tan necesaria y saludable: conviene salir del armario.
Hay una escena de la película que resume a la perfección este acto de valentía. Reunidos en una habitación, Milk solicita a todos sus compañeros de campaña que manifiesten abiertamente su homosexualidad. Uno de ellos todavía la mantenía oculta a sus familiares, a lo que el activista político responde plantándole el teléfono en sus narices. “No hay que ser cobardes. Ahora más que nunca tenemos que hacerles saber quiénes somos”. Y es que aunque salir del armario parece estar de moda, son muchos los que todavía se mantienen bien ocultos en su interior.
Van Sant no sólo consigue con Mi nombre es Harvey Milk una película aleccionadora, sino que también logra desprenderse del lastre alternativo, casi surrealista, que había tomado su filmografía. Puede que Elephant o Last days sean obras de culto, pero bienvenido sea su cine más comercial cuando viene acompañado de un guión accesible, pero no por ello con menos valor, y un sentido del ritmo mucho más digerible que en sus anteriores propuestas.
Una fotografía absolutamente acorde con el contexto setentero y la mezcla entre la ficción y la realidad, en forma de documentos visuales de incalculable valor, son una de las grandes bazas del filme. Las declaraciones de la cantante Anita Bryant, una especie de fanática religiosa obsesionada por comparar a los homosexuales con el diablo, parecerían de ciencia ficción si no fuera porque forman parte de la acertada documentación de la película, a la que también se suma la redada policial que da comienzo a la cinta y su excelente epílogo.
El gran acierto de Mi nombre es Harvey Milk lo encontramos sin duda en la aportación de Sean Penn, sin cuya interpretación el personaje correría un serio riesgo de histrionismo, pero también en otros papeles como el de James Franco y otros secundarios de lujo como el entrañable activista al que da vida Emile Hirsch (Hacia rutas salvajes).
Todos ellos conforman un biopic arrastrado en determinados momentos por los vicios habituales del género (música grandilocuente, ensalzamiento del homenajeado, posibles pasados oscuros obviados) pero no por ello menos necesario. Los sermones políticos de Milk no sólo contribuyen a refrescar la memoria sino que también sirven para recordar al colectivo gay, cada día más banal, cada día más esnob, que no todo está ganado. Más allá de las leyes, todavía queda pendiente una batalla mucho más difícil de conquistar, la de las viejas costumbres.
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