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EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA | Los ricos también vomitan


Es curioso que la película no se haya promocionado con una frase del tipo “Si te gustó The White Lotus, te encantará El triángulo de la tristeza”. Y es que parece que mofarse de los ricos se ha convertido en el lúdico consuelo de los pobres. No hay nada como poner en duda su inteligencia, cuestionar sus valores y ponerlos en ridículo para sentirnos mejor a la salida del cine y acabar pensando que tampoco se está tan mal despertándose a las 6.30 de la mañana para levantar el país de una forma más íntegra y digna. Pero ojo, porque Ruben Östlund no se conforma y tiene dardos para todos. Como insiste en transmitir a lo largo de la cinta, todos somos iguales y, por tanto, susceptibles de caer en todo aquello que nos resulta tan ajeno desde la butaca del cine.
 
Una de las primeras escenas de la película es buen ejemplo de ello. Un joven modelo comienza a cuestionar sin pelos en la lengua la actitud tan poco feminista de su novia influencer, siempre dispuesta a que sea él quien pague la cuenta del restaurante. Ya solo la escena de una pareja sin intercambiar diálogo en la mesa de al lado podría resultarnos familiar. Pero la cuestión monetaria, que se va volviendo cada vez más violenta, también podría ser motivo de disputa en toda relación. Cada cual a su escala, todos somos esclavos de esa parcela de poder que nos confiere el dinero. 

En todo caso, dado que la frivolidad parece acrecentarse con el tamaño de los bolsillos, es lógico que la diana de El triángulo de la tristeza se centre en los más pudientes. Es en el segundo acto de la película, ambientada en un yate de lujo, donde se suceden las situaciones más dantescas y despiadadas, como esa ricachona rusa que encuentra la diversión en forma de altruismo desalmado. Tampoco la tripulación se queda corta, nuevamente cegada por el “¡dinero, dinero, dinero!”. Pero son las imágenes de vómitos y diarreas ya previamente explotadas por la promoción del filme las que nos conducen al delirio, desternillándonos sin complejos de algo tan parecido al “caca, culo, pedo, pis”. 

Lo más interesante de El triángulo de la tristeza probablemente recaiga en su capacidad para crear imaginario colectivo.
Contiene gags y bromas recurrentes que lograrán superar el paso del tiempo, como ese In den wolken que despierta enormes carcajadas o mi escena de humor favorita de la película, que llega en forma de granada de mano. 

Pero llegamos al final del filme, desembarcamos en una isla, y llegamos a su parte menos esplendorosa. A pesar de que la trama da un giro, gracias a un personaje absolutamente brillante, el guion se encalla un pelín con el alargamiento innecesario y la reiteración. Suerte que lo que parece un bajonazo desemboca de repente en un desenlace brillante, de esos que también permanecerán en la retina de los espectadores. Un final abierto, con pie a diversas interpretaciones, pero que recalca uno de los principales mensajes del filme: el poder, en cualquiera de sus facetas, engancha y corrompe.

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