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DOLOR Y GLORIA | Almodóvar demanda cariño

Podía resultar presuntuoso, y más viniendo de Almodóvar, que el director se lanzara de lleno al autohomenaje en su última obra. Que por fin se despojara de todo atisbo de modestia y propusiera sin complejos una oda a su vida y obra. El propio título de la película, Dolor y gloria, presagiaba lo peor. Una especie de pompa y circunstancia en versión cinematográfica para autocoronarse como el rey del cine español. Por suerte, la cinta supone un regalo para sus seguidores y, sobre todo, un vaciado emocional que la convierte en su filme más honesto y menos artificioso.

Cansado de tener que demostrar su talento a todos aquéllos que jamás se lo reconocerán, despojado de toda presión, Almodóvar por fin se desnuda al completo y consigue, de rebote, su película más universal y menos almodovariana. Difícilmente encontrará detractores, cuando incluso el propio Boyero ha tenido que admitir que algunas escenas de la cinta le han llegado a emocionar. Y es que, aunque el guion desprende algún ramalazo de vanidad, lo cierto es que el manchego se ha sincerado en su obra de tal forma que el espectador seguro que hallará lugares comunes con los que identificarse.

El sentimiento de culpa por el distanciamiento de una madre, las heridas no cicatrizadas por una amistad rota o el tormento emocional que supone el regreso de un amor de juventud son rincones que seguramente todos llegaremos a explorar. Y están todos ahí reflejados, de la forma más austera y sincera posible. Esta vez, ningún personaje desentona, ninguna escena se introduce en calzador para imprimir huella autoral, nada falta y nada sobra en esta particular autobiografía que huele a catarsis y a redención.

En ese sentido, Almodóvar ha encontrado en Antonio Banderas su alter ego perfecto. El malagueño se ha mimetizado de tal forma con el director que, por momentos, uno logra ver y escuchar algunos de sus tics más característicos. Sin embargo, el protagonista también nos brinda el lado más desconocido del manchego, una visión más intimista y melancólica de un artista que se declara en crisis creativa y existencial, sumada a un dolor físico y real, y que se explica de forma brillante en una de las escenas más memorables del filme.

A ese viaje hacia el interior de la mente del director, se le suma el morbo por detectar los mensajes que ha querido lanzar de forma más o menos subliminal y que se personifican sobre todo en el personaje de Asier Etxeandia. No sabemos muy bien hacia quién se dirige, lo que quiere transmitirle, pero seguro que la remitente (o el remitente) ha recogido perfectamente el guante. En todo caso, y rencillas aparte, Almódovar le reserva a esta antigua amistad el monólogo que abre la secuencia más emotiva de Dolor y gloria.

Porque si las escenas de niñez, con una espléndida Penélope Cruz, o las del despertar sexual, ese primer deseo que llega en forma de analfabetismo, son plenamente hipnóticas, la película da un vuelco con la aparición de Leonardo Sbaraglia. Es en ese momento cuando Almodóvar vierte todos sus sentimientos y se despoja de todo filtro. Es ahí cuando logramos empatizar con un director a menudo distante y altivo. Porque al final es tan sencillo como abrir los brazos y mostrar al mundo. Almodóvar pide cariño y, a cambio, nosotros le respondemos con el más unánime de los aplausos.

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