Otra punzada en el estómago. Otra gran serie que se despide sin hacer ruido pero dejando un hueco por ahora insustituible en sus contados seguidores. The Americans nunca reventó audímetros, jamás estuvo de moda, pero su mérito es más complicado que convertirse en un fenómeno. Ha logrado el consenso, la plena satisfacción de sus incondicionales. Que hable ahora o enmudezca para siempre el que no haya sentido el final como uno de los mejores de la historia de la televisión. Colofón de oro para toda una obra maestra que en su bendita coherencia jamás ha perdido el norte a lo largo de sus seis temporadas. Muy pocas pueden decir lo mismo.
Preveíamos un final trágico para los Jennings. Se mascaba la tragedia durante todo el apasionante tramo final de la serie, con un matrimonio roto, sin esperanza para la reconciliación. Casi tan duro como ver a Philip bailando country fue asistir al cisma entre el que abraza la nueva era de distensión y la que se aferra a unos ideales que ya no tienen cabida en el nuevo orden mundial. Parecía que el contraespionaje en el seno de la pareja desembocaría en durísimo desenlace, rompiendo en pedazos lo que parecía inquebrantable. Pero la unión entre los dos agentes encubiertos sobrevive a la traición. El amor prevalece aún a costa de tremendos sacrificios.
En su forzoso retorno a casa, los Jennings deben renunciar a su auténtico hogar, el que construyeron como coartada pero terminó haciéndose realidad. En una de las escenas más duras del episodio, el matrimonio se despide por teléfono de un Henry atónito, al que deciden descartar de la huida para que pueda continuar con su vida en el que hasta ahora era terreno enemigo. Incapaz de ponerse al teléfono, Paige emprende el camino hacia lo desconocido junto a sus padres, hasta que el remordimiento, y suponemos que el miedo, la obligan a apearse del tren hacia la frontera. Absolutamente desgarradora la imagen de Elizabeth y Philip, que asisten impotentes desde el vagón a la inesperada decisión de su hija.
Pero si pronosticábamos que la gran víctima de este desenlace iba a ser la familia Jennings, como sin duda ha sido, Joe Weisberg nos reservaba un daño colateral bastante inesperado. La gran incógnita con la que ha jugado la serie desde el primer capítulo, cuándo desenmascararía Stan Beeman a sus amigos y vecinos, se resuelve de manera imprevista, en la que sin duda es la escena más tensa y emotiva de un final plagado de momentos para el recuerdo. Pistola en mano, apuntando a unos Jennings completamente desarmados, el agente sufre un tremendo baño de realidad, cuando sus sospechas se hacen realidad y el que hasta ahora era su mejor amigo se confirma como el enemigo al que lleva años persiguiendo.
“Has convertido mi vida en una broma”. La transformación que experimenta Stan en ese garaje desde el que los Jennings pretendían huir para siempre es desgarradora. Del tono desafiante de un agente federal va pasando poco a poco a convertirse en un pobre y solitario vecino al que la realidad golpea de frente, sin apenas tiempo para asimilarla. Philip, por su parte, va despojándose de sus mentiras hasta quedar prácticamente desnudo frente a su amigo y su mujer, que reacciona con sorpresa ante las revelaciones de un marido que no sabe hasta qué punto se está sincerando o salvando el pellejo. La salida en coche, apartándose Stan para cederles el paso, es absolutamente magistral.
Por si fuera poco, el episodio nos depara más destellos geniales, como esa última cena en territorio estadounidense, nada menos que en un McDonald’s, epicentro del capitalismo. O la enigmática mirada de Renée hacia la casa de los que bien podían ser sus vecinos traidores o sus ex compañeros de batalla. Quién sabe. Lo que queda bien claro es que con esta despedida, Joe Weisberg nos ofrece una brillante lección sobre cómo entremezclar historia, acción y familia sin bajar el listón ni insultar la inteligencia del espectador. Si los galardones destacaran esas dos grandes virtudes, The Americans debería ser sin duda la gran triunfadora de la temporada de premios.
Preveíamos un final trágico para los Jennings. Se mascaba la tragedia durante todo el apasionante tramo final de la serie, con un matrimonio roto, sin esperanza para la reconciliación. Casi tan duro como ver a Philip bailando country fue asistir al cisma entre el que abraza la nueva era de distensión y la que se aferra a unos ideales que ya no tienen cabida en el nuevo orden mundial. Parecía que el contraespionaje en el seno de la pareja desembocaría en durísimo desenlace, rompiendo en pedazos lo que parecía inquebrantable. Pero la unión entre los dos agentes encubiertos sobrevive a la traición. El amor prevalece aún a costa de tremendos sacrificios.
En su forzoso retorno a casa, los Jennings deben renunciar a su auténtico hogar, el que construyeron como coartada pero terminó haciéndose realidad. En una de las escenas más duras del episodio, el matrimonio se despide por teléfono de un Henry atónito, al que deciden descartar de la huida para que pueda continuar con su vida en el que hasta ahora era terreno enemigo. Incapaz de ponerse al teléfono, Paige emprende el camino hacia lo desconocido junto a sus padres, hasta que el remordimiento, y suponemos que el miedo, la obligan a apearse del tren hacia la frontera. Absolutamente desgarradora la imagen de Elizabeth y Philip, que asisten impotentes desde el vagón a la inesperada decisión de su hija.
Pero si pronosticábamos que la gran víctima de este desenlace iba a ser la familia Jennings, como sin duda ha sido, Joe Weisberg nos reservaba un daño colateral bastante inesperado. La gran incógnita con la que ha jugado la serie desde el primer capítulo, cuándo desenmascararía Stan Beeman a sus amigos y vecinos, se resuelve de manera imprevista, en la que sin duda es la escena más tensa y emotiva de un final plagado de momentos para el recuerdo. Pistola en mano, apuntando a unos Jennings completamente desarmados, el agente sufre un tremendo baño de realidad, cuando sus sospechas se hacen realidad y el que hasta ahora era su mejor amigo se confirma como el enemigo al que lleva años persiguiendo.
“Has convertido mi vida en una broma”. La transformación que experimenta Stan en ese garaje desde el que los Jennings pretendían huir para siempre es desgarradora. Del tono desafiante de un agente federal va pasando poco a poco a convertirse en un pobre y solitario vecino al que la realidad golpea de frente, sin apenas tiempo para asimilarla. Philip, por su parte, va despojándose de sus mentiras hasta quedar prácticamente desnudo frente a su amigo y su mujer, que reacciona con sorpresa ante las revelaciones de un marido que no sabe hasta qué punto se está sincerando o salvando el pellejo. La salida en coche, apartándose Stan para cederles el paso, es absolutamente magistral.
Por si fuera poco, el episodio nos depara más destellos geniales, como esa última cena en territorio estadounidense, nada menos que en un McDonald’s, epicentro del capitalismo. O la enigmática mirada de Renée hacia la casa de los que bien podían ser sus vecinos traidores o sus ex compañeros de batalla. Quién sabe. Lo que queda bien claro es que con esta despedida, Joe Weisberg nos ofrece una brillante lección sobre cómo entremezclar historia, acción y familia sin bajar el listón ni insultar la inteligencia del espectador. Si los galardones destacaran esas dos grandes virtudes, The Americans debería ser sin duda la gran triunfadora de la temporada de premios.
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