Hay planos detalle en The quiet girl que definen a la perfección sus intenciones. Los cigarrillos que se van acumulando en el cenicero del coche durante un trayecto trascendental y que denotan la falta de comunicación entre un padre y su hija. Una galleta encima de la mesa, primer acercamiento, gesto indirecto de cariño, entre otro hombre y esa niña tímida y callada que da título a la película. Una pastilla de jabón acariciando su delicada piel, los cien cepillados de pelo. Mil y un detalles que permiten identificarnos con el sufrimiento interior pero también con la felicidad contenida de una protagonista encerrada en una casa que jamás será un hogar.
Madres, padres, progenitores, que criarán a sus hijos como al ganado mientras en el otro extremo coexisten personas dispuestas a donar todo el cariño posible. Realidades opuestas que identifica este filme intimista a través de los ojos de una niña que silenciosamente asume su dolorosa existencia. Y todo narrado desde la más absoluta ternura, como la que desprende el personaje de Carrie Crowley nada más abrir la puerta del coche para dar la bienvenida a Cáit.
La delicadeza con la que el director novel Colm Bairéad transmite esta pequeña historia se refleja ya con la decisión de mantener el gaélico como único idioma de una cinta que podría haber sucumbido a la ambición internacional y rendirse al todopoderoso inglés. No le ha hecho falta. Y es que hay un idioma más universal que el anglosajón o la música. Lo dice el personaje del padre de acogida en un momento determinado. “Muchas personas pierden la oportunidad de quedarse calladas”. El silencio, y todo el lenguaje corporal que lo suplanta, es el motor de una película que consigue la difícil tarea de reconvertirlo en belleza cinematográfica.
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