[Contiene Spoilers de toda la temporada 6]
Carrie observando de lejos el Capitolio. La misma imagen con la que años atrás un amenazante Brody visionaba su prometedor futuro como político. Ahora la amenaza proviene del propio Estado, que ha perdido el control sobre su servicio de inteligencia y ha decidido cortar por lo sano. Fruto de la paranoia, la presidenta Keane lleva a cabo una purga sobre todos los cargos que pudieron poner en peligro su investidura, incluido el del propio Saul. Y ahora Carrie, y todos nosotros, nos enfrentamos de nuevo a la ambigüedad, a la eterna sospecha sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos en un entorno hostil en el que parece que no hay lugar para respuestas tan sencillas. Como toda buena trama de espías, Homeland regresa al terreno de la confusión, el que mejores ratos nos hizo pasar antaño.
Tras una quinta temporada vibrante pero con decisiones finales un tanto desafortunadas (la resolución descafeinada del atentado en la estación de Berlín o la muerte despiadada de un personaje tan prometedor como el de Allison Carr), a la serie le ha sentado fenomenal el cambio de ubicación. Nueva York ha sido el escenario de otra temporada adrenalínica, plagada de revelaciones, como el rumbo oscuro de Dar Adal o la constatación del verdadero afecto de Quinn hacia Carrie. Su dolorosa muerte ha servido al menos para zanjar los sentimientos que ya intuíamos.
Esta sexta temporada también ha sido la más valiente. En un contexto tan confuso y catastrófico como el que vivimos actualmente, la serie ha decidido mirar de frente y poner encima de la mesa situaciones que en otra época nos parecerían aberrantes pero que cada vez parecen más verosímiles. Las teorías de la conspiración, los complots, siempre han jugado un papel determinante en el thriller pero lo que realmente asusta ya son sus vínculos con la realidad. Homeland ha puesto de manifiesto, prácticamente en posición de denuncia, situaciones que ponen en duda la calidad del supuesto orden democrático occidental.
Carrie observando de lejos el Capitolio. La misma imagen con la que años atrás un amenazante Brody visionaba su prometedor futuro como político. Ahora la amenaza proviene del propio Estado, que ha perdido el control sobre su servicio de inteligencia y ha decidido cortar por lo sano. Fruto de la paranoia, la presidenta Keane lleva a cabo una purga sobre todos los cargos que pudieron poner en peligro su investidura, incluido el del propio Saul. Y ahora Carrie, y todos nosotros, nos enfrentamos de nuevo a la ambigüedad, a la eterna sospecha sobre quiénes son los buenos y quiénes los malos en un entorno hostil en el que parece que no hay lugar para respuestas tan sencillas. Como toda buena trama de espías, Homeland regresa al terreno de la confusión, el que mejores ratos nos hizo pasar antaño.
Tras una quinta temporada vibrante pero con decisiones finales un tanto desafortunadas (la resolución descafeinada del atentado en la estación de Berlín o la muerte despiadada de un personaje tan prometedor como el de Allison Carr), a la serie le ha sentado fenomenal el cambio de ubicación. Nueva York ha sido el escenario de otra temporada adrenalínica, plagada de revelaciones, como el rumbo oscuro de Dar Adal o la constatación del verdadero afecto de Quinn hacia Carrie. Su dolorosa muerte ha servido al menos para zanjar los sentimientos que ya intuíamos.
Esta sexta temporada también ha sido la más valiente. En un contexto tan confuso y catastrófico como el que vivimos actualmente, la serie ha decidido mirar de frente y poner encima de la mesa situaciones que en otra época nos parecerían aberrantes pero que cada vez parecen más verosímiles. Las teorías de la conspiración, los complots, siempre han jugado un papel determinante en el thriller pero lo que realmente asusta ya son sus vínculos con la realidad. Homeland ha puesto de manifiesto, prácticamente en posición de denuncia, situaciones que ponen en duda la calidad del supuesto orden democrático occidental.
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