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ESPECIAL ZINEMALDIA 2015 - El club

Afrontar de cara un asunto tan peliagudo como los abusos sexuales a menores en el seno de la Iglesia, sin pasar de puntillas pero tampoco recreándose en el morbo, es una decisión muy valiente. Es la que ha tomado el director chileno Pablo Larraín y que tanto le ha agradecido el público. Hay aberraciones que no permiten ambages, que ya están suficientemente silenciadas por una organización que quizá no mantenga el poder de antaño pero que sigue ejerciendo su presión en la sombra.

Ponerle el foco, darle nombre y apellidos al problema es lo que hace con maestría El club, un lugar de acogida, en un inhóspito y sórdido pueblo costero, para religiosos tarados, apartados en silencio de sus congregaciones precisamente para no enfrentarse a la justicia ni dar voz a la opinión pública. El club es esa enorme comunidad en la que viejas y nuevas corrientes (dardo también para la impoluta imagen del Papa Francisco) se tapan las peores vergüenzas. Con mayor o menor sentimiento de culpa, pero con el objetivo común de no perder fieles.

Larraín no se contenta sólo con dar voz a las víctimas, construyendo un personaje como el de Sandokan, que vomita con pelos y señales las atrocidades que le hipotecaron de por vida. También reviste de un impecable estilo visual este angustiante relato, en el que lo apacible se va descubriendo e intensificando poco a poco como algo aterrador. La denuncia envuelta en una atmósfera nebulosa y asfixiante. Doble mérito para una de las mejores películas que ha pisado esta edición del Festival de San Sebastián.

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