No era tarea fácil. Adaptar un libro con un enfoque narrativo como el de El niño con el pijama de rayas a la gran pantalla ya suponía de antemano renunciar a algunos de los aspectos que hacen brillar a la novela. La mirada inocente de un chiquillo de ocho años que tantas sorpresas nos depara en la lectura era imposible de trasladar a la imagen y a su poder de explicitud. El primer plano de la película, por ejemplo, es el de una bandera nazi ondeando a lo alto de una plaza berlinense, contexto que en el libro no se nos desvela hasta bien avanzada la trama. Gran parte de la magia de la novela se pierde, por tanto, por el camino.
La elección de un director casi novel como Mark Herman, con siete películas a sus espaldas y casi ninguna de ellas conocida, tampoco parece la opción más acertada para repetir en taquilla el éxito de ventas de un best-seller como El niño con el pijama de rayas. Aunque un nombre con más reconocimiento no siempre equivale a mayor calidad (véase el caso de Ron Howard con El código Da Vinci), sí que suele arrastrar inversiones más generosas en la producción.
Y es que la introducción y el desarrollo del filme, por muchos factores, desprende en demasiadas ocasiones un cierto aire a telefilme que desmerece la que podría haber sido una de las grandes adaptaciones cinematográficas del año. La puesta en escena es quizá el máximo exponente. Ni los decorados, ni las localizaciones, ni el vestuario están a la altura de una producción arriesgada, pero es que tampoco el desarrollo de la trama, lento y reiterativo, redime las carencias de presupuesto.
Herman opta por seguir al pie de la letra el argumento original, olvidándose que todas y cada una de las anécdotas toman sentido en el libro gracias a la aportación de Bruno, el niño sin pijama de rayas que ejerce de hilo conductor. Sus impresiones son el leitmotiv de la novela y obviándolas, quizá, lo único que consigue es una mayor frialdad. Una voz en off, con los comentarios pertinentes, habría contribuido de bien seguro a mantener el espíritu del relato de John Boyne y a conectar mejor con sus lectores.
Lo contrario, en cambio, ha provocado multitud de reacciones que acusan a la película de superficial y tramposa, cosa que uno no entendería si se ciñera exclusivamente a la novela original y que tampoco entiende demasiado desde el momento en que nos encontramos ante una ficción. Valorar este filme negativamente porque en algunos aspectos resulta poco veraz (¿es que no había vigilancia en el campo de concentración?) resulta poco constructivo.
Tampoco parece razonable desechar del todo el resultado final de esta adaptación, sobre todo si tenemos en cuenta el trabajo de sus intérpretes. En ellos, y en Asa Butterfield más que nadie, parece recaer el peso y el logro de la película. Ya que los pensamientos de Bruno no tienen cabida en el filme como en el libro, los ojos azules del pequeño actor que lo encarna sirven al menos para expresar más que las palabras.
Todos los puntos flacos sobre el filme que uno pueda ir generándose se disipan por completo a medida que se acerca el final. Un crescendo en el que se suceden imágenes de insoportable intensidad dramática, perfectamente orquestadas con una eficaz banda sonora a cargo de James Horner. El desenlace de El niño con el pijama de rayas es quizá el único momento en el que uno le encuentra el sentido a esa necesidad imperante de trasladar en imágenes el poder evocador de un buen libro.
La elección de un director casi novel como Mark Herman, con siete películas a sus espaldas y casi ninguna de ellas conocida, tampoco parece la opción más acertada para repetir en taquilla el éxito de ventas de un best-seller como El niño con el pijama de rayas. Aunque un nombre con más reconocimiento no siempre equivale a mayor calidad (véase el caso de Ron Howard con El código Da Vinci), sí que suele arrastrar inversiones más generosas en la producción.
Y es que la introducción y el desarrollo del filme, por muchos factores, desprende en demasiadas ocasiones un cierto aire a telefilme que desmerece la que podría haber sido una de las grandes adaptaciones cinematográficas del año. La puesta en escena es quizá el máximo exponente. Ni los decorados, ni las localizaciones, ni el vestuario están a la altura de una producción arriesgada, pero es que tampoco el desarrollo de la trama, lento y reiterativo, redime las carencias de presupuesto.
Herman opta por seguir al pie de la letra el argumento original, olvidándose que todas y cada una de las anécdotas toman sentido en el libro gracias a la aportación de Bruno, el niño sin pijama de rayas que ejerce de hilo conductor. Sus impresiones son el leitmotiv de la novela y obviándolas, quizá, lo único que consigue es una mayor frialdad. Una voz en off, con los comentarios pertinentes, habría contribuido de bien seguro a mantener el espíritu del relato de John Boyne y a conectar mejor con sus lectores.
Lo contrario, en cambio, ha provocado multitud de reacciones que acusan a la película de superficial y tramposa, cosa que uno no entendería si se ciñera exclusivamente a la novela original y que tampoco entiende demasiado desde el momento en que nos encontramos ante una ficción. Valorar este filme negativamente porque en algunos aspectos resulta poco veraz (¿es que no había vigilancia en el campo de concentración?) resulta poco constructivo.
Tampoco parece razonable desechar del todo el resultado final de esta adaptación, sobre todo si tenemos en cuenta el trabajo de sus intérpretes. En ellos, y en Asa Butterfield más que nadie, parece recaer el peso y el logro de la película. Ya que los pensamientos de Bruno no tienen cabida en el filme como en el libro, los ojos azules del pequeño actor que lo encarna sirven al menos para expresar más que las palabras.
Todos los puntos flacos sobre el filme que uno pueda ir generándose se disipan por completo a medida que se acerca el final. Un crescendo en el que se suceden imágenes de insoportable intensidad dramática, perfectamente orquestadas con una eficaz banda sonora a cargo de James Horner. El desenlace de El niño con el pijama de rayas es quizá el único momento en el que uno le encuentra el sentido a esa necesidad imperante de trasladar en imágenes el poder evocador de un buen libro.
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