Como ocurre con la arquitectura, hay proyectos cinematográficos que nacen con la voluntad de trascender, de perdurar en el tiempo contra viento y marea. Seguro que es lo que se planteó Brady Corbet cuando consiguió financiación para una obra titánica, gigante y desbordante, que solo vislumbraríamos en manos de directores consagrados como Scorsese o Spielberg. Sin embargo, con un presupuesto mucho más modesto del que manejan estos mandamases de Hollywood, con menos de diez millones de dólares, el joven cineasta, de apenas 36 años, levanta un filme mastodóntico, una obra maestra que lo consagra ya como uno de los grandes en la industria del cine.
Corbet es tan visionario como el protagonista de su filme. Tenía en mente una cinta ambiciosa y la consigue materializar a la contra, con una duración cercana a las cuatro horas, en formato 70 mm, y con una temática, la arquitectura, discriminada por el séptimo arte. Y visto el resultado parece impensable. Pocos elementos tan cinematográficos como los que nos puede regalar el proceso de creación artística de un mueble, un interior o un edificio. The Brutalist consigue hacer magia precisamente con los detalles, ensalzando cada paso, cada elección. Y el resultado en pantalla es tan bello y espectacular como podría serlo en vivo, gracias a la comunión única entre fotografía, iluminación, sonido y banda sonora.
El arranque de la cinta es apabullante, con una obertura que nos narra la llegada del arquitecto ficticio László Toth desde una Hungría en posguerra mundial a la tierra soñada de Estados Unidos, con ese imponente plano nadir de la Estatua de la Libertad que protagoniza el póster de la película. Metáfora del enorme peso y sacrificio que conlleva el sueño americano. Esta primera parte del filme consigue hacernos entender cómo funciona la mente de un arquitecto, cuáles son las preocupaciones de un artista que busca la armonización de todos los elementos. Especialmente hipnótica es la secuencia de adaptación de una biblioteca particular y que será la que le abrirá las puertas del estrellato al protagonista.
Desde ese momento, entra en juego la figura del mecenas, encarnada por un Guy Pearce pletórico, antagonista perfecto de Adrien Brody, en otro papel memorable que los catapulta directamente a ambos a lo más alto de la temporada de premios. La relación entre protector y protegido, entre el poderoso y el inmigrante, entre el que exige y el que debe una eterna gratitud, es uno de los planteamientos más interesantes de The Brutalist, que otra vez nos vuelve a enseñar lo carísimos que pueden resultar los peajes en una relación desigual.
Tras un intermedio de 15 minutos, el filme deja más al margen la fastuosidad y la belleza de la arquitectura para adentrarse en las vicisitudes del protagonista, su esposa y su sobrina. Con la llegada del personaje de Felicity Jones, la cinta se torna más melodramática y convencional. La crisis de pareja se entremezcla con las adicciones y, a su vez, con la crisis de identidad y el nacimiento del Estado de Israel, mientras se suceden los contratiempos en la construcción del megacomplejo encargado por el magnate a László Toth.
Desde ese momento, la película entra en un terreno más disperso, con demasiadas subtramas agolpadas en la segunda mitad. Por suerte, recupera la senda hacia el final, con un clímax de lo más tenso, y un epílogo que nos devuelve a la épica del principio. Gracias a esos minutos finales, entendemos el propósito del artista y llegamos a la misma conclusión que el filme: Lo que importa es el destino, no el camino. Así, no trascienden tanto los pequeños desajustes sino el resultado final. Y en ese sentido, lo que consigue Brady Corbet con The Brutalist es una obra de arte que, sin duda, logrará perdurar en el tiempo.
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