Contaban director y actores durante la presentación en Barcelona de esta segunda parte de Mortadelo y Filemón que se lo pasaron en grande rodando la película, que los transportó directamente hacia la infancia. A juzgar por las reacciones, una parte del entregado público que acudió al preestreno también disfrutó de lo lindo con el filme. Cada golpe que le propinaban al sufrido Filemón era un decibelio más en sus carcajadas. Sin embargo, los comentarios a la salida de otra buena parte de la platea eran del estilo “Si la primera era mala, esta ya ni te cuento” o “Ya sabía a lo que venía, pero como es gratis…”.
En esa última frase se resume todo. Y es que ni borracho pagaría uno por ver tal despliegue de sutilezas de humor cafre. En mi opinión, se equivocan los que meten en el mismo saco de bodrios para olvidar a la primera parte. Se nota el cambio abismal entre Javier Fesser y Miguel Bardem. El primero supo aprovechar el disparatado humor de Ibáñez rindiéndole un notable homenaje. El segundo abusa del lado más infantil de las historias de Mortadelo y Filemón, hasta el punto que, martillazos por aquí, golpetazos por allá, pueden llegar a confundirse fácilmente con el Coyote y Correcaminos.
Fesser extendió el peculiar estilo de El milagro de P. Tinto a la adaptación del popular cómic español. Suyo fue el trabajo más complicado: trasladar a la pantalla el espíritu de un tebeo con grandes dosis de ingenio. La puesta en escena le salió redonda, al igual que la jugada. Mortadelo y Filemón. La película es la tercera película española más taquillera de la historia.
La idea ya estaba concebida. Ahora sólo faltaba extenderla a una segunda parte que, a poder ser, viniera acompañada de mayores réditos. Una campaña de marketing más floja que la de su predecesora hace prever que no igualará su marca. El resultado final evidencia que será difícil una tercera parte más mala que esta secuela. Si bien la parte técnica, a excepción de ese horrible perro virtual llamado Bush, es de elogiar, no ocurre lo mismo con el argumento, tan mal desarrollado que sólo podía desembocar en un final tan descafeinado como la Botijola.
El gran morbo de la película, comprobar qué tal se las apañaba Eduard Soto alias Neng en el papel de Mortadelo, se resuelve con un sabor agridulce. Su interpretación es buena pero el traje encajaba mucho mejor en aquel trabajador de Correos, Benito Pocino, que un buen día se hizo famoso poniéndose en la piel del compañero de fatigas de Filemón. Por lo demás, Viyuela y sus muecas, que cada vez lo acercan más al Millán Salcedo de Martes y Trece, adquieren el mayor protagonismo de un filme con unos secundarios que, lejos de hacer gracia, simplemente estorban (Ofelia es el ejemplo perfecto).
Película caótica donde las haya, lo único por lo que cabe felicitar a su director es por haber tenido la deferencia de acotarla a 90 minutos. Ellos se lo pasarían de coña con el juguetito, pero desde luego pocos más sabrán encontrarle la gracia a un producto tan desconsiderado con la inteligencia de los espectadores, por muy niños que estos sean.
En esa última frase se resume todo. Y es que ni borracho pagaría uno por ver tal despliegue de sutilezas de humor cafre. En mi opinión, se equivocan los que meten en el mismo saco de bodrios para olvidar a la primera parte. Se nota el cambio abismal entre Javier Fesser y Miguel Bardem. El primero supo aprovechar el disparatado humor de Ibáñez rindiéndole un notable homenaje. El segundo abusa del lado más infantil de las historias de Mortadelo y Filemón, hasta el punto que, martillazos por aquí, golpetazos por allá, pueden llegar a confundirse fácilmente con el Coyote y Correcaminos.
Fesser extendió el peculiar estilo de El milagro de P. Tinto a la adaptación del popular cómic español. Suyo fue el trabajo más complicado: trasladar a la pantalla el espíritu de un tebeo con grandes dosis de ingenio. La puesta en escena le salió redonda, al igual que la jugada. Mortadelo y Filemón. La película es la tercera película española más taquillera de la historia.
La idea ya estaba concebida. Ahora sólo faltaba extenderla a una segunda parte que, a poder ser, viniera acompañada de mayores réditos. Una campaña de marketing más floja que la de su predecesora hace prever que no igualará su marca. El resultado final evidencia que será difícil una tercera parte más mala que esta secuela. Si bien la parte técnica, a excepción de ese horrible perro virtual llamado Bush, es de elogiar, no ocurre lo mismo con el argumento, tan mal desarrollado que sólo podía desembocar en un final tan descafeinado como la Botijola.
El gran morbo de la película, comprobar qué tal se las apañaba Eduard Soto alias Neng en el papel de Mortadelo, se resuelve con un sabor agridulce. Su interpretación es buena pero el traje encajaba mucho mejor en aquel trabajador de Correos, Benito Pocino, que un buen día se hizo famoso poniéndose en la piel del compañero de fatigas de Filemón. Por lo demás, Viyuela y sus muecas, que cada vez lo acercan más al Millán Salcedo de Martes y Trece, adquieren el mayor protagonismo de un filme con unos secundarios que, lejos de hacer gracia, simplemente estorban (Ofelia es el ejemplo perfecto).
Película caótica donde las haya, lo único por lo que cabe felicitar a su director es por haber tenido la deferencia de acotarla a 90 minutos. Ellos se lo pasarían de coña con el juguetito, pero desde luego pocos más sabrán encontrarle la gracia a un producto tan desconsiderado con la inteligencia de los espectadores, por muy niños que estos sean.
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