Tres años, con dos monodosis especiales en Navidad, es el sufrido tiempo que los seguidores de Euphoria hemos tenido que esperar para retomar la historia de Jules y Rue. Pero tanta paciencia ha merecido la pena. Si algo ha demostrado la segunda temporada es que la serie no ha querido renunciar al inconfundible estilo que enseguida la convirtió en fenómeno. Un drama de rasgarse las vestiduras envuelto en una belleza formal cuidada al milímetro. Ocho nuevos episodios que también nos han demostrado que hay trama, y mucha, más allá de sus dos protagonistas. Puede que de manera dispersa, a veces sin tener demasiado claro el rumbo, pero regalándonos en cada capítulo secuencias memorables que han desembocado en un díptico final apoteósico.
La temporada arrancaba con los orígenes de Fezco y Ash, para entender nuevamente que el mal camino no siempre se escoge sino que también puede venir marcado por los caprichos del azar. Su trama de narcotráfico culmina en la season finale con una de las escenas más duras y tensas que se recuerdan, con los gritos de desesperación de Fezco y el láser de un arma apuntando a la frente de Ash. Esa mirada final entre ambos es buen ejemplo de hasta qué punto la serie es capaz de emocionar con pequeños detalles.
Pero como hay quien se empecina en catalogar Euphoria como una ficción sobre drogas, conviene recordar que precisamente el arco argumental de Fezco sirve también como germen de una historia de amor inusitada con la siempre cabal Lexi, protagonista inesperada de esta segunda tanda de episodios. O que otra de las gratas sorpresas de la temporada, Cassie, se embarca en una relación suicida con Nate, representando a ese nutrido grupo de adolescentes, y no tan adolescentes, que se lanzan en brazos de parejas tóxicas sin importarles demasiado las consecuencias.
En el que probablemente sea el mejor prólogo de la serie, también somos testigos del amor de juventud entre Cal y su mejor amigo Derek, relato indispensable para entender el odio irracional hacia su propio hijo. Después de protagonizar esa desgarradora escena en su propia casa, con meada incluida, Nate se desquita del trauma apuntando a su padre con una pistola y con un pendrive, el que lo llevará directamente a prisión. De nuevo, el esfuerzo por entender a cada uno de los personajes, obviando la facilona división entre buenos y malos.
Pero sí, la serie también va sobre drogas, en su mayor parte sobre sus terribles consecuencias. Y ahí está el espléndido quinto capítulo, que refleja en su primera secuencia el poder autodestructivo de las adicciones, con una Zendaya apabullante enfrentándose a su madre y a su hermana y a la mismísima Jules. Claramente, ésta no ha sido la mejor temporada para su relación amorosa, marcada por la llegada de Elliot y por la drogadicción. Y ese beso en la frente final, a pesar del perdón, casi resulta tan hiriente como una ruptura.
Aunque para hiriente, la obra teatral de Lexi, un soberbio ejercicio de metaficción en el que la más sensata de las protagonistas vierte todas las miserias que hasta ahora se había limitado a observar. Volcado sobre un escenario y frente a sus protagonistas reales, su espectáculo desencadena todo tipo de reacciones, desde las más dramáticas a las más histriónicas, sin que el tono sensible y bello de la serie se resienta en ningún momento. El mérito de tal hazaña recae en su creador, Sam Levinson. Su propia experiencia personal, servida en forma de catarsis televisiva, lo convierten en maestro de su propio género, el del drama psicodélico con lecciones constantes sobre guion y lenguaje audiovisual.
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