Arranca El discurso del rey con una secuencia inigualable, una declaración de intenciones perfecta para una película de pocos alardes. El hijo del rey Jorge V de Inglaterra, duque de York, se enfrenta a su primer discurso en público con motivo de la clausura de la exposición del Imperio de 1925. Le aguardan un micrófono de la BBC y un estadio de Wembley abarrotado. El pánico, el terror, se apoderan del príncipe, acomplejado por una tartamudez que lo atormenta desde la infancia. Y el espectador, sobre todo el que suele hacerse pequeño cuando es el centro de atención, como es mi caso, empatiza al momento con el protagonista. La angustia de ese instante, captada al detalle en imágenes, es el inicio idóneo para un filme que cuida con mimo el tratamiento de los personajes.
La elección de Colin Firth es, sin duda, el gran acierto de la película. Este hombre lleva pidiendo a gritos un Oscar desde que un buen día decidió dar un salto mortal desde la casilla de la comedia romántica a la de un cine más independiente, mucho más intimista. Comenzó su nueva andadura con el debut de Tom Ford tras las cámaras. En la piel de un profesor atormentado por la muerte de su amado ya supo demostrarnos que su físico servía para algo más que para lucir un ridículo jersey en El diario de Bridget Jones.
Ahora con el papel de Jorge VI se enfrenta sin pestañear a un Geoffrey Rush con el que mantiene un pulso dramático a lo largo de todo el metraje. Como representante de la alta sociedad londinense, su personaje se debate entre el complejo de inferioridad por no poder articular palabra en público y el orgullo de pertenecer a una estirpe poderosa. Su defecto físico, apreciable por toda la sociedad, le impide desarrollar la función imperiosa para la que ha sido llamado. El rostro de Colin Firth consigue reflejar todo ese cúmulo de sentimientos, desde la frustración y la impotencia hasta la testarudez más propia de las personalidades de alta cuna.
Para colmo, la tartamudez es sin duda el valor añadido que hará las delicias de los académicos de Hollywood de cara a los inminentes Oscars, aunque sólo sea una anécdota en un papel con muchos más matices. Geoffrey Rush, por su parte, es el contrapeso interpretativo del filme, la voz que abre los ojos al rey desnudo. En los diálogos entre ambos, ágiles e inteligentes, se encuentra la esencia de El discurso del rey. Porque esta película es más un duelo actoral entre dos ases que una cinta histórica.
Que se abstengan, por tanto, los amantes de las aventuras palaciegas o del rigor histórico. Es bien probable que el guión sea totalmente fiel a los acontecimientos, pero hay que ser consciente de que la historia en mayúsculas es sólo el telón de fondo de una trama mucho más intimista. Tom Hooper, para que nos entendamos, se acerca más a la introspección que destiló The Queen que a la crónica social reflejada en cintas como La edad de la inocencia.
Aquí la máxima tensión no se encuentra en los problemas de alcoba o en las grandes decisiones políticas que cambiaron el rumbo del mundo. El clímax está en un discurso, el que todo un rey de Inglaterra debe brindar a su pueblo en el inicio de la segunda contienda mundial. Un capítulo anecdótico de la historia contemporánea convertido por obra y gracia del lenguaje cinematográfico en una cinta exquisita y modesta pero con una carrera imparable, Weinstein company mediante, hacia los Oscar.
La elección de Colin Firth es, sin duda, el gran acierto de la película. Este hombre lleva pidiendo a gritos un Oscar desde que un buen día decidió dar un salto mortal desde la casilla de la comedia romántica a la de un cine más independiente, mucho más intimista. Comenzó su nueva andadura con el debut de Tom Ford tras las cámaras. En la piel de un profesor atormentado por la muerte de su amado ya supo demostrarnos que su físico servía para algo más que para lucir un ridículo jersey en El diario de Bridget Jones.
Ahora con el papel de Jorge VI se enfrenta sin pestañear a un Geoffrey Rush con el que mantiene un pulso dramático a lo largo de todo el metraje. Como representante de la alta sociedad londinense, su personaje se debate entre el complejo de inferioridad por no poder articular palabra en público y el orgullo de pertenecer a una estirpe poderosa. Su defecto físico, apreciable por toda la sociedad, le impide desarrollar la función imperiosa para la que ha sido llamado. El rostro de Colin Firth consigue reflejar todo ese cúmulo de sentimientos, desde la frustración y la impotencia hasta la testarudez más propia de las personalidades de alta cuna.
Para colmo, la tartamudez es sin duda el valor añadido que hará las delicias de los académicos de Hollywood de cara a los inminentes Oscars, aunque sólo sea una anécdota en un papel con muchos más matices. Geoffrey Rush, por su parte, es el contrapeso interpretativo del filme, la voz que abre los ojos al rey desnudo. En los diálogos entre ambos, ágiles e inteligentes, se encuentra la esencia de El discurso del rey. Porque esta película es más un duelo actoral entre dos ases que una cinta histórica.
Que se abstengan, por tanto, los amantes de las aventuras palaciegas o del rigor histórico. Es bien probable que el guión sea totalmente fiel a los acontecimientos, pero hay que ser consciente de que la historia en mayúsculas es sólo el telón de fondo de una trama mucho más intimista. Tom Hooper, para que nos entendamos, se acerca más a la introspección que destiló The Queen que a la crónica social reflejada en cintas como La edad de la inocencia.
Aquí la máxima tensión no se encuentra en los problemas de alcoba o en las grandes decisiones políticas que cambiaron el rumbo del mundo. El clímax está en un discurso, el que todo un rey de Inglaterra debe brindar a su pueblo en el inicio de la segunda contienda mundial. Un capítulo anecdótico de la historia contemporánea convertido por obra y gracia del lenguaje cinematográfico en una cinta exquisita y modesta pero con una carrera imparable, Weinstein company mediante, hacia los Oscar.
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