¿Qué es el amor? Que nadie busque respuesta a tan inabarcable pregunta en una serie como la que acaba de estrenar Judd Apatow en Netflix. Love no aspira a tan filosóficos fines pero sí muestra al menos una opción, la de Gus y Mickey, que bien podría formar parte del amplio catálogo de relaciones que ofrece el paraguas AMOR. Por sí solo, ya es un mérito. Acostumbrados como estamos a que la ficción de Hollywood nos marque las instrucciones para el idilio perfecto, ese de larga duración y gran compatibilidad, se agradece que una serie ambientada precisamente en Los Ángeles se atreva a mostrarnos la sección menos explorada de ese folleto: la de las relaciones raras, atípicas, de difícil catalogación.
Porque Mickey es una joven inquieta, alocada, con un currículo de hombres tan desastroso como su vida personal, que un buen día conoce en la tienda de una gasolinera al pringado de turno, a un gafotas friki de nariz prominente, que le paga los productos que ella no puede abonar porque se ha olvidado la cartera. La antítesis de su hombre ideal. Y aunque es evidente que surgirá la chispa, que acabarán juntos a pesar de todo, la serie invierte toda su primera temporada de diez capítulos en explicar cuán difícil puede resultar que las piezas encajen. Porque el amor no siempre se materializa con la misma facilidad con la que suele resolverse en las comedias románticas. Nada es tan fácil ni tan bucólico.
Love, además, se esfuerza en trastocar los presupuestos. Porque el espectador ni siquiera debería anticipar que los dos seres extraños terminarán convirtiéndose en la extraña pareja. A pesar de sus defectos, que los hay y muchos, la serie acierta recreando escenas que reflejan ese difícil camino hacia el amor en mayúsculas. La primera cita formal que tienen los dos protagonistas es un ejemplo perfecto, la muestra ideal de que no siempre se produce el milagro, que aunar vicios y aficiones, ponerlas a prueba bajo esa espada de Damocles que es la convivencia, supone un reto muy difícil de superar, más en una sociedad que permite saciar todas y cada una de nuestras necesidades de forma individualizada.
En ese sentido, la serie funciona también perfectamente como retrato de una generación desarraigada, tan repleta de libertades y privilegios, tan caprichosa, que deambula a su bola. Una jungla de egos con vida de solteros pero con inquietudes de pareja. Y en ese contexto, más todavía en una ciudad extremamente egoísta y superficial como Los Ángeles, introduce Apatow un género tan encorsetado como la comedia romántica. E intenta subvertirlo, lográndolo a medias. Porque si bien la selección de secundarios es todo un acierto, la mejor representación de esa amalgama de seres extravagantes que es nuestro ecosistema actual, no lo es tanto su manera de materializarlo, con altibajos de ingenio que la convierten en una serie tan desequilibrada como sus protagonistas, que casi siempre suelen elegir el camino equivocado.
Así, los ambientes laborales de Mickey y Gus, ella como productora en una radio local, él como profesor de la joven protagonista de una teleserie chunga, resultan soberanamente aburridos, mientras que sus diferentes citas, entre ellos o con terceros, son las que contienen los momentos más hilarantes. Ahí están los diálogos sobre la utilidad de los Blurays o las visitas a lugares extraños como la iglesia nocturna o el club de magia. Todos ellos brillan, sobre todo, por la presencia, imprescindible, del alma de la fiesta, una Gillian Jacobs que inclina ligeramente la balanza de una serie que si no fuera por ella, por su carisma, caería directamente hacia al lado de las ficciones televisivas para olvidar, a ese saco nada desdeñable de producciones propias de Netflix que se acercan más a los saldos que a la categoría de House of cards.
Porque Mickey es una joven inquieta, alocada, con un currículo de hombres tan desastroso como su vida personal, que un buen día conoce en la tienda de una gasolinera al pringado de turno, a un gafotas friki de nariz prominente, que le paga los productos que ella no puede abonar porque se ha olvidado la cartera. La antítesis de su hombre ideal. Y aunque es evidente que surgirá la chispa, que acabarán juntos a pesar de todo, la serie invierte toda su primera temporada de diez capítulos en explicar cuán difícil puede resultar que las piezas encajen. Porque el amor no siempre se materializa con la misma facilidad con la que suele resolverse en las comedias románticas. Nada es tan fácil ni tan bucólico.
Love, además, se esfuerza en trastocar los presupuestos. Porque el espectador ni siquiera debería anticipar que los dos seres extraños terminarán convirtiéndose en la extraña pareja. A pesar de sus defectos, que los hay y muchos, la serie acierta recreando escenas que reflejan ese difícil camino hacia el amor en mayúsculas. La primera cita formal que tienen los dos protagonistas es un ejemplo perfecto, la muestra ideal de que no siempre se produce el milagro, que aunar vicios y aficiones, ponerlas a prueba bajo esa espada de Damocles que es la convivencia, supone un reto muy difícil de superar, más en una sociedad que permite saciar todas y cada una de nuestras necesidades de forma individualizada.
En ese sentido, la serie funciona también perfectamente como retrato de una generación desarraigada, tan repleta de libertades y privilegios, tan caprichosa, que deambula a su bola. Una jungla de egos con vida de solteros pero con inquietudes de pareja. Y en ese contexto, más todavía en una ciudad extremamente egoísta y superficial como Los Ángeles, introduce Apatow un género tan encorsetado como la comedia romántica. E intenta subvertirlo, lográndolo a medias. Porque si bien la selección de secundarios es todo un acierto, la mejor representación de esa amalgama de seres extravagantes que es nuestro ecosistema actual, no lo es tanto su manera de materializarlo, con altibajos de ingenio que la convierten en una serie tan desequilibrada como sus protagonistas, que casi siempre suelen elegir el camino equivocado.
Así, los ambientes laborales de Mickey y Gus, ella como productora en una radio local, él como profesor de la joven protagonista de una teleserie chunga, resultan soberanamente aburridos, mientras que sus diferentes citas, entre ellos o con terceros, son las que contienen los momentos más hilarantes. Ahí están los diálogos sobre la utilidad de los Blurays o las visitas a lugares extraños como la iglesia nocturna o el club de magia. Todos ellos brillan, sobre todo, por la presencia, imprescindible, del alma de la fiesta, una Gillian Jacobs que inclina ligeramente la balanza de una serie que si no fuera por ella, por su carisma, caería directamente hacia al lado de las ficciones televisivas para olvidar, a ese saco nada desdeñable de producciones propias de Netflix que se acercan más a los saldos que a la categoría de House of cards.
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