Si Smash fuera un gráfico, sin duda sería una especie de gran V, con el trazo totalmente impreciso, pero con sus puntos más álgidos en el inicio y el final de la línea que marca su calidad. Cuando la NBC estrenó la serie hace quince semanas, nos encontramos con uno de los mejores pilotos de la temporada, un arranque tan espectacular y ambicioso como el musical de Marilyn sobre el que giran todas las tramas. Desde aquella apoteosis, las desventuras de Ivy y Karen, las dos rivales para alzarse con el papel protagonista, cayeron en una espiral de petardeo y surrealismo que sólo se ha vuelto a superar gracias al brillante episodio final.
Que los dos grandes clímax de Smash se sitúen a tanta distancia el uno del otro conlleva varias preguntas, como por ejemplo si merece la pena tragarse el resto de capítulos a la espera de que surja el milagro o si tanto costaba extender la fórmula de piloto y season finale al conjunto de la serie. Ambas cuestiones son difíciles de entender, una porque se responde con una inexplicable recomendación y la otra porque carece de respuesta. La lógica, por tanto, se escapa de cualquier decisión que uno pueda tomar respecto a Smash.
¿Recomendamos pues el visionado de este indescriptible drama musical? Pues francamente, no seré yo el que acarree luego con las consecuencias, así que de entrada el primer consejo pasa por prohibir cualquier acercamiento al episodio piloto. Sí, porque una vez planteado su argumento, la serie atrapa de manera incomprensible, hasta el punto que los capítulos más flojos, la gran mayoría de ellos, se digieren con satisfacción. El gozo se mezcla con un sentimiento de culpabilidad muy poco aconsejable.
Avisados los suspicaces, me dirijo ahora a los que hemos sufrido y disfrutado a partes iguales con Smash. Porque hemos tenido que soportar a un personaje tan inútil y repugnante como el del ayudante Ellis, porque hemos visto rebajado el talento de Angelica Houston a meras onomatopeyas (hasta que llegó el bendito final), porque incluso han logrado que echemos de más a la mismísima Uma Thurman. Pero en contraprestación también hemos presenciado brillantes diálogos, como el que protagonizaron Derek y Tom en el capítulo 8, y sobre todo grandes actuaciones que son las que enseguida nos han reconciliado con la serie y sus altibajos.
La pregunta sin respuesta es por qué los responsables de Smash no han sido capaces de trasladar la emoción y la buena factura a la totalidad del producto, cuando tanto en el inicio como en el desenlace han demostrado conocer exactamente los ingredientes necesarios. La serie se crece con los ensayos, los trapicheos entre bambalinas, las decisiones a puerta cerrada, la rivalidad entre Karen y Ivy, pero en cambio insiste en dedicar más minutos de los necesarios a tramas secundarias de dudoso interés, como la crisis matrimonial de Julia, encarnada por una Debra Messing que no logra alcanzar la convicción.
Smash nació con ambición, con grandilocuencia, con voluntad de espectáculo total. Y así es como debe continuar, explotando sin miramientos los grandes números musicales, las coreografías al estilo Bollywood, las tensiones de la trastienda. Sólo así se concibe una segunda temporada que, una vez preestrenado con éxito el esperado Bombshell, desconocemos por completo en qué basará su argumento. ¿Se suicidará Ivy? ¿Volverá Ellis reconvertido en malo malísimo de la serie? ¿Sufrirá la función un enésimo cambio de protagonista? ¿Qué les queda por aportar a Julia y Tom? Spielberg y compañía aún tienen su tiempo para pensar y sobre todo para reflexionar que puede que The voice no siempre esté ahí delante de cómodo colchón.
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