La tentación fue enorme. A pesar de concebirse como una miniserie, el apabullante éxito de Big Little Lies obligó a replantear su continuidad. ¿Nadie en la HBO se lo esperaba? ¿Acaso contar con Nicole Kidman, Laura Dern, Reese Witherspoon, Shailene Woodley y Zöe Kravitz en el reparto no era motivo suficiente para presagiar una buena acogida? ¿Fue tan sorprendente? El caso es que, tras un final más o menos cerrado y decente, cadena y productores decidieron exprimir la nueva gallina de los huevos de oro, que no está el panorama audiovisual como para dejar escapar un hit con el que destacar en un mercado que lleva tiempo mostrando síntomas de saturación. No solo eso. Pusieron toda la carne en el asador y anunciaron un fichaje estrella, el de una Meryl Streep dispuesta a darlo todo en la función.
Pero si bien la primera temporada, la que debía ser única, funcionaba como un reloj suizo, moviéndose entre la radiografía de una determinada clase alta estadounidense, el thriller y un punto de vista femenino (puede que no tanto feminista), la segunda temporada ha resultado ser una extensión innecesaria. Las consecuencias inmediatas del empujón que acabó con la vida del personaje protagonizado por Alexander Skarsgård han resultado insuficientes para sustentar toda una tanda de siete capítulos, que se han sostenido únicamente por las pullas de Mary Louise Wright hacia las cinco protagonistas, las secuelas psicológicas de la ejecutora del empujón (realmente cansinas las trampas de guion con las que nos han mareado de forma constante) y el juicio por la custodia de los hijos de Celeste. En un segundo plano, y sin demasiado interés, las tramas de Madeline, Jane y Renata.
Ni siquiera el gran clímax de la temporada, el duelo interpretativo entre Nicole Kidman y Meryl Streep al que nos han conducido a lo largo de estos siete episodios, ha merecido tanto la pena. Y es que, contra todo pronóstico, la gran dama de la actuación ha salido de escena con una de sus peores actuaciones. Ni siquiera una actriz de su altura ha podido sobrevivir a un final de trama tan improvisado y grotesco, a un perfil de personaje tan mal dibujado. Aterrizó en la serie regalándonos los mejores momentos (junto a los impagables arrebatos de Laura Dern) para terminar escaldada por un pasado extraído de la chistera mágica de los guionistas. Es probable que Streep coseche algún premio por su participación en uno de los fenómenos televisivos del año pero, visto el resultado, mejor que se lo piense dos veces antes de regresar a la pequeña pantalla.
Para colmo, el final de temporada nos ha dejado con un final abierto, que sin duda deja margen de sobras para una tercera temporada en la que todavía queda mucho menos por contar. ¿Qué será de las cinco amigas ahora que presumiblemente acuden a la policía para confesar? Y, lo más importante, ¿nos importa? Si la serie no se reinventa con un nuevo arco argumental que apoye otra nueva tanda de episodios, terminará convirtiéndose en una sucesión de gags y vías muertas, algo que ya se ha comenzado a dibujar en esta segunda temporada. Y, francamente, para enfrentarnos a esa deriva, mejor nos quedamos con Mujeres desesperadas, que, además de contar con los mismos ingredientes, resultaba mucho más divertida.
Pero si bien la primera temporada, la que debía ser única, funcionaba como un reloj suizo, moviéndose entre la radiografía de una determinada clase alta estadounidense, el thriller y un punto de vista femenino (puede que no tanto feminista), la segunda temporada ha resultado ser una extensión innecesaria. Las consecuencias inmediatas del empujón que acabó con la vida del personaje protagonizado por Alexander Skarsgård han resultado insuficientes para sustentar toda una tanda de siete capítulos, que se han sostenido únicamente por las pullas de Mary Louise Wright hacia las cinco protagonistas, las secuelas psicológicas de la ejecutora del empujón (realmente cansinas las trampas de guion con las que nos han mareado de forma constante) y el juicio por la custodia de los hijos de Celeste. En un segundo plano, y sin demasiado interés, las tramas de Madeline, Jane y Renata.
Ni siquiera el gran clímax de la temporada, el duelo interpretativo entre Nicole Kidman y Meryl Streep al que nos han conducido a lo largo de estos siete episodios, ha merecido tanto la pena. Y es que, contra todo pronóstico, la gran dama de la actuación ha salido de escena con una de sus peores actuaciones. Ni siquiera una actriz de su altura ha podido sobrevivir a un final de trama tan improvisado y grotesco, a un perfil de personaje tan mal dibujado. Aterrizó en la serie regalándonos los mejores momentos (junto a los impagables arrebatos de Laura Dern) para terminar escaldada por un pasado extraído de la chistera mágica de los guionistas. Es probable que Streep coseche algún premio por su participación en uno de los fenómenos televisivos del año pero, visto el resultado, mejor que se lo piense dos veces antes de regresar a la pequeña pantalla.
Para colmo, el final de temporada nos ha dejado con un final abierto, que sin duda deja margen de sobras para una tercera temporada en la que todavía queda mucho menos por contar. ¿Qué será de las cinco amigas ahora que presumiblemente acuden a la policía para confesar? Y, lo más importante, ¿nos importa? Si la serie no se reinventa con un nuevo arco argumental que apoye otra nueva tanda de episodios, terminará convirtiéndose en una sucesión de gags y vías muertas, algo que ya se ha comenzado a dibujar en esta segunda temporada. Y, francamente, para enfrentarnos a esa deriva, mejor nos quedamos con Mujeres desesperadas, que, además de contar con los mismos ingredientes, resultaba mucho más divertida.
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