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FINAL JUEGO DE TRONOS | Sin altura

Nos lo prometieron. Nos repitieron hasta la saciedad que llevaban prácticamente desde el inicio de la serie ideando el final perfecto, trabajando codo a codo con George R. R. Martin para brindar un desenlace a la altura de semejante aventura. Benioff y Weiss se tomaron su tiempo. Sufrimos prácticamente dos años de sequía, aguantamos estoicamente la espera, asumiendo que valdría la pena. Pero como ocurriera con Perdidos, el otro gran fenómeno seriéfilo, aunque de la remota era pre-Twitter, la previsión no ha servido para cumplir expectativas. A pesar de disponer de todas las facilidades para lograr la despedida perfecta, Juego de tronos nos ha dicho adiós de forma descafeinada, sin un gran giro que guardarnos en la retina y, sobre todo, alterando en cierta manera la esencia de una serie que jamás debió perseguir el happy end.

La gran incógnita de la serie, quién reinaría los Siete Reinos, se resuelve de manera precipitada, como buena parte de las decisiones argumentales de estos dos últimas temporadas. El discurso de Tyrion ante ese consejo de poderosos para justificar que finalmente sea Bran Stark el que ocupe la ansiada silla es tan incoherente como la resolución. El pequeño de los Stark no solo no cuenta con la mejor historia sino que encima carece de la empatía tanto del pueblo como del espectador. Un personaje incluso maltratado por el propio guion, desaparecido por completo durante toda una temporada, se erige de repente en el rey de una especie de oligarquía perfecta en la que todos claudican y nadie reclama su parcela de poder (¡en Juego de tronos!). El recorrido de Bran debió terminar tras protagonizar dos de las grandes revelaciones de la serie, la icónica secuencia de Hodor y el origen de Jon Nieve. Su función jamás fue la de reinar.

En cambio, dos posibles candidatas, sus dos hermanas, cuya evolución en la serie parecía encarrilada hacia la gloria final, son recompensadas con un premio de consolación. El reino del Norte para una Sansa que bien merecía el puesto tras años de auténtico martirio y la misteriosa aventura hacia poniente de Arya, que seguramente se materialice en forma de spin-off. Dos nuevas decisiones cobardes de los creadores de la serie. Por un lado, no cierran la trama de forma tajante (por si las moscas) y, por el otro, revierten el camino andado hacia un desenlace que debió ser feminista. Al final, ninguna de las cuatro poderosas mujeres que aspiraban al trono se hace con él.

Mención aparte merece el destino encomendado a Jon Nieve, que habrá levantado ampollas entre sus millones de seguidores. La gran esperanza bastarda, ese amasijo de dudas e indecisiones, queda relegado de nuevo al Muro de hielo, cuya existencia carece ya de todo sentido tras la repentina extinción de la amenaza zombie. ¿Qué le depara al legítimo heredero del trono más allá del muro? Poco nos importa cuando el héroe de la función, caballero por antonomasia, traiciona sus propios valores clavándole un puñal a su amada de la forma menos elegante posible.

Pero si las incoherencias han campado a sus anchas a lo largo de estas dos últimas temporadas, la que se lleva la palma es sin duda la que acontece justo después de la muerte de Daenerys. Jon Nieve debía enfrentarse a las consecuencias de su enorme traición. La primera de ellas, Drogon, se resuelve de manera brillante. El retoño de la khaleesi protagoniza la que sin duda es la mejor escena de este capítulo final, asumiendo con impotencia la muerte de su madre y vertiendo toda su rabia sobre el Trono de hierro, símbolo de la codicia y del poder, fundido ahora en lava sobre hielo. Consciente de la deriva de Dany, el dragón evita convertir al héroe en cenizas. ¿Pero cómo resolvería Jon Nieve la amenaza posterior, con todo el ejército de inmaculados y dothrakis encomendados a la causa libertaria de Daenerys? El guion lo resuelve con una elipsis que nos traslada directamente al consejo de la vergüenza ajena.

Hasta ese momento, en el que todo se tuerce hacia un final poco gratificante, el capítulo nos había proporcionado un clímax perfecto. Tyrion haciéndonos testigos de la masacre del capítulo anterior (el mejor de la temporada) y Dany cegada por un poder que considera legítimo. Las semejanzas con la política actual en tantos y tantos rincones de este pequeño Poniente que es nuestro alocado mundo son inevitables. La puesta en escena de ese discurso dictatorial, arropado de nuevo por una banda sonora apabullante, es otra de las grandes aportaciones de un capítulo final que, sin embargo, pasará a la historia por contentar a muy pocos.

¿Ha merecido la pena esta andadura? Si nos atenemos a los detalles, a las incoherencias, a la brocha gorda con la que se ha trazado la trama final, la respuesta seguramente sea no. Demasiados cabos sueltos (¿un dragón campando solo a sus anchas?) y demasiadas puertas abiertas para que la HBO pueda recurrir a ellas en caso de necesidad. Pero si bajamos las espadas y concedemos a los creadores todas las licencias posibles, como de hecho llevamos haciendo desde la séptima temporada, Juego de tronos sigue siendo, sin duda, una enorme experiencia. Desde el momento en que llegó el invierno, se convirtió en otra serie, mucho más efectista, mucho menos inteligente. Pero nadie podrá negarle el mérito de haber convertido un mundo medieval y de fantasía en todo un fenómeno global que nos ha unido durante ocho maravillosos años. Seguramente sin pretenderlo, Benioff y Weiss han conseguido que ansiemos todavía más la llegada de Vientos de invierno y Sueño de primavera. Martin todavía está a tiempo de resarcir los pecados de la adaptación televisiva.

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