Clint Eastwood ya está de vuelta de todo. Le importa un pimiento si su apoyo a Donald Trump le comporta enemigos o si su definición actual de la generación de mariquitas traspasa lo políticamente correcto y ofende al personal. Tampoco su filmografía parece importarle demasiado. Pocos reparos ha tenido en presentar auténticos bodrios como Jersey boys o cintas mediocres como Más allá de la vida o El francotirador. En su historial ya se encuentran Los puentes de Madison, Sin perdón, Mystic River o Million dollar baby. Ya no necesita reivindicarse. Mucho menos con 86 años, la edad suficiente para restar trascendencia a esta época de polémicas efímeras. El actor ya se labró su carrera como director y ahora corresponde al público determinar si su talento sigue en forma o se mantiene gracias a una base de fieles seguidores.
Sully corresponde a esa cada vez más amplia y frecuente lista de películas en su carrera que simplemente alcanzan la corrección, adoptando ese tono grandilocuente y patriótico tan del gusto del cine yanqui. En realidad, el milagro del río Hudson jamás debió traspasar las primeras planas de los periódicos porque, una vez plasmado en la gran pantalla, el suceso no supera la simple anécdota. Una hazaña vistosa, que sirvió para abrir los telediarios de aquél 15 de enero de 2009, pero que a Eastwood no le alcanza más que para ensalzar el valor de la comunidad, del compañerismo en situaciones adversas.
Ni siquiera la recreación de ese amerizaje forzoso, el reclamo que junto al nombre y apellido del director atraerá a las salas, se explota de la mejor manera. Un arranque tramposo nos hace temer que toda la carne se verterá en el asador en los minutos iniciales. Sin embargo, se irá desgranando poco a poco a lo largo del metraje, a través de una serie de idas y venidas en el tiempo que entorpecen los dos clímax de la película, el heroico descenso y su posterior puesta en duda en forma de juicio de aviación civil.
El mismo planteamiento que ya plasmó El vuelo en 2012, el de una sociedad obsesionada con normativizar y juzgar absolutamente todo, aquí se desarrolla de manera superficial, sin alcanzar los matices y la riqueza del personaje que protagonizó Denzel Washington. En cambio, Tom Hanks se limita a adoptar su enésima pose de héroe mundano estadounidense, casi con la misma apatía con la que un director de renombre decide ir lanzando por la borda sus años de maestría. Será cosa de la edad, que todo lo relativiza y perdona, pero la experiencia debería servir para algo más que para dilapidar un legado.
Sully corresponde a esa cada vez más amplia y frecuente lista de películas en su carrera que simplemente alcanzan la corrección, adoptando ese tono grandilocuente y patriótico tan del gusto del cine yanqui. En realidad, el milagro del río Hudson jamás debió traspasar las primeras planas de los periódicos porque, una vez plasmado en la gran pantalla, el suceso no supera la simple anécdota. Una hazaña vistosa, que sirvió para abrir los telediarios de aquél 15 de enero de 2009, pero que a Eastwood no le alcanza más que para ensalzar el valor de la comunidad, del compañerismo en situaciones adversas.
Ni siquiera la recreación de ese amerizaje forzoso, el reclamo que junto al nombre y apellido del director atraerá a las salas, se explota de la mejor manera. Un arranque tramposo nos hace temer que toda la carne se verterá en el asador en los minutos iniciales. Sin embargo, se irá desgranando poco a poco a lo largo del metraje, a través de una serie de idas y venidas en el tiempo que entorpecen los dos clímax de la película, el heroico descenso y su posterior puesta en duda en forma de juicio de aviación civil.
El mismo planteamiento que ya plasmó El vuelo en 2012, el de una sociedad obsesionada con normativizar y juzgar absolutamente todo, aquí se desarrolla de manera superficial, sin alcanzar los matices y la riqueza del personaje que protagonizó Denzel Washington. En cambio, Tom Hanks se limita a adoptar su enésima pose de héroe mundano estadounidense, casi con la misma apatía con la que un director de renombre decide ir lanzando por la borda sus años de maestría. Será cosa de la edad, que todo lo relativiza y perdona, pero la experiencia debería servir para algo más que para dilapidar un legado.
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