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MOONLIGHT | Camaleón a la fuerza

Una historia sobre homosexualidad dentro de la comunidad negra parecía una vuelta de tuerca, un quién da más dentro del cine de denuncia social que podría suponer el reclamo perfecto para una Academia de Hollywood deseando resarcir sus pecados discriminatorios. Por suerte, Moonlight no pertenece a ese grupo de cintas que buscan a toda costa la exaltación, que se convierten en estandartes de la lucha contra la opresión de la hegemonía blanca y heterosexual. La propuesta de Barry Jenkins es mucho más valiosa, ya que con su premisa y, sobre todo, su puesta en escena, logra abarcar un sentimiento prácticamente universal, el del miedo a la propia identidad.

Little, Chorin y Black no son sólo los tres actos en los que se divide la trama sino las tres fases de un complicado proceso de asimilación personal, el que sufre un niño, adolescente y adulto lidiando consigo mismo y su entorno de barrio marginal en Miami. Esta vez la marginación no surge del racismo sino desde dentro, desde el propio ámbito familiar, formado por una madre adicta al crack, hasta un vecindario en el que las apariencias deben guardarse más que nunca. Malas calles en las que resulta prácticamente imposible desmarcarse del papel que cada cual tiene encomendado.

Como si los negros no pudieran liberarse jamás de ese lastre cinematográfico que los envuelve siempre en oro, drogas y música rap, sorprende que en ese contexto surja por fin una nota discordante, la de un pobre niño que descubre a golpetazos y a una edad demasiado temprana el significado de ser maricón. Quién se lo enseña es otro personaje idílico, prácticamente irreal, un traficante de drogas que lo acoge en su hogar y que se convierte, para bien y para mal, en su máximo referente.

Las dos primeras etapas en la vida de Chorin, deambulando entre la incomprensión y el acoso escolar, resultan de vital importancia para entender cómo el personaje se va forjando una personalidad a medida del entorno. La adaptación al medio como método de supervivencia, aunque ello suponga renunciar a uno mismo. Parece el caso extremo de un adolescente en un ambiente hostil, pero en realidad es la armadura que cada día miles de homosexuales se enfundan para sobrellevar el día a día, para mantener oculta una condición sexual que sigue provocando diferentes niveles de rechazo.

De ahí que el tercer acto sea especialmente intenso. La represión va deshaciéndose poco a poco para desprender una sensibilidad contenida, la que muestran las sonrisas y las miradas cómplices de Trevante Rhodes y André Holland. En ellos recae el gran clímax de Moonlight, entre platos combinados y la música ambiental de un restaurante de carretera. Es en ese instante cuando toda la opresión, interna y externa, cobra su sentido. El momento en que la luz de la luna llena refleja el color de la piel más genuino.

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