Oliver Laxe lo tenía muy fácil. Su tercer largometraje podría haber discurrido por la misma senda de sus primeros minutos y convertirse en una buena feel good movie. Uno de esos filmes en los que dos mundos antagónicos, que se repelen, terminan comprendiéndose y trabajando por un bien común. En este caso, la búsqueda de una joven por parte de su padre, su hermano y su perro y un grupo de raveros.
El director de origen gallego nos estaba deleitando con todos los elementos necesarios para una película reconfortante, de la fotografía a la banda sonora, pasando por un plantel de actores no profesionales que dejan huella, hasta que decide “hacer saltar el cine por los aires”, en palabras de una crítica de El Mundo resaltada en el póster promocional de la cinta. Y, de repente, la sala enmudece, los espectadores nos recolocamos como podemos en nuestras butacas y nos adentramos en otra experiencia bien distinta.
Hasta ese momento, que por suerte pocos se atreven a desvelar, en un alarde de solidaridad cinéfila pocas veces visto, estábamos sumergidos de lleno en lo que la propia película define como un trance en el desierto. Música y sonidos electrónicos con imágenes bellísimas del Sahara. Raveros de todo el mundo danzando sin parar, ajenos a las altas temperaturas y a un conflicto bélico al que solo asistimos a través de su prisma. Un estilo de vida underground que solemos vislumbrar a través de los medios de comunicación y con todas sus connotaciones negativas.
Y de golpe todos esos elementos estéticos, todo ese impresionante trabajo actoral, se ponen al servicio de una nueva realidad. Del trance pasamos a la crudeza. Del paraíso llegamos a los infiernos, a través de ese puente o sirât más fino que un cabello y más cortante que el filo de una espada. Laxe decide desviarse del sendero que marcaba la película y asume el riesgo de convertirla en todo un trauma. A golpe de drama y de tensión, Sirât termina siendo un viaje desconocido e insospechado que merece la pena sentir en una sala de cine.
A oscuras y en comunidad, no solo compartimos el trance y el trauma sino que podemos apreciar en todo su esplendor la propuesta escénica del director. Como aquellas excavadoras arrollando eucaliptos en mitad de la noche en Lo que arde, aquí las luces de las caravanas sortean a toda velocidad la lobreguez desértica. Por el contrario, los rayos de sol nos ciegan de día mientras bañan el paisaje de arena y polvo. Siempre con el potente sonido electrónico envolviéndonos durante todo el metraje. Sirât es lo opuesto a una feel good movie pero es cine en estado puro.
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